Pobre y saludable, eso siempre fui. Papá era supervisor metalúrgico y su lujo fue comprar un terreno en Tablada, cerca de la fábrica; allí construyó un hogar y podía ir al trabajo caminando, hacer horas extras, aceptar turnos imprevistos: traer más dinero a casa sin perder tiempo en viajes. En aquel entonces todo esto era posible.
No quiero registrar muchos detalles de mi vida, ya ensayé y borré numerosas veces esta relación. La cinta está gastada, puede quebrarse en cualquier momento, y como es evidente, no podría arreglarla. Graznido, alarma. Eso fue una gaviota desapercibida que rozó el campo eléctrico de la casa.
Sigamos. Crecí, jugué, estudié. Mi padre trabajaba con fierro, fuego, ruidos; pero no tapaba la fatiga con alcohol y televisión, su manía era la cultura, se limpiaba el cansancio escuchando música no estridente y leyendo libros fantásticos que trataban sobre otros mundos, no siempre mejores aunque sí distintos a la fábrica y el barrio obrero. Crujido.
El grabador resbaló, tal vez una basurita en el motor. Debo apurarme. Como ya habrán notado, yo admiraba a mi padre. Lo imité: nada de bebidas, drogas, cigarrillos ni videojuegos; vida sana, lectura, deporte, música.
Hubo un buen año para la familia; papá había logrado juntar unos pesos y decidió que los chicos —mi hermana menor y yo— conociéramos el mar; el sindicato le consiguió reservas en un hotelito barato de Villa Gessel y allá fuimos para quedarnos diez días. Debería decir "aquí vinimos", pero esto es otra cosa.
Mi hermana, Marisa, tenía siete años, yo nueve, y mis padres andaban por los cuarenta. Ellos ya conocían el mar, habían ido a Mar del Plata para la luna de miel. El hotelito de Villa Gessel estaba sobre una duna forestada, a un kilómetro de la playa y lejos del centro comercial. Marisa y yo teníamos un dormitorio pequeño con una ventanita por la que se veían las ramas de un pino y el fondo de cielo. El camino a la playa era de arena afirmada y estaba bordeado de árboles, chalets, arbustos y flores, todos de una multiplicidad que yo nunca había visto. Cuando por fin llegamos a la playa lo primero en asombrarme no fue el ruido del mar sino el intenso olor de agua salada y arena (el mismo que ahora me trasmiten los sensores externos); y luego la extensión ilimitada, el frío y la transparencia del agua, la traidora quemazón solar, la piel ardida calmada aparentemente por el agua salada, los juegos con salpicaduras, la lucha contra las olas —yo era un buen nadador de pileta, mi hermana no—, los partidos de fútbol con otros chicos o con mi padre, esa inusitada libertad del espacio abierto y pantaloncitos de baño.
Junto a la playa, apartada del acceso y rodeada de eucaliptos y araucarias, había una casa que pronto fue el objetivo de mis exploraciones. No era una casa notable, apenas un chalet californiano de una sola planta, con sala amplia, habitaciones en torno, cocina y baño; lo notable —para un chico de barrio chato— era su disposición y ubicación. La sala o living comedor tenía una gran puerta ventana que daba a un jardín de cerco bajo y luego del jardín, sin transición ni calle, seguía la playa y el mar; la puerta de calle estaba del lado opuesto y daba a un sendero poco transitado. Durante aquellos días el chalet estuvo deshabitado, cuando me cansaba del agua y del movimiento yo me sentaba cerca del jardín, sobre una lomita enredada por dientes de león, y estudiaba el lugar. Me imaginaba viviendo ahí, gozando de todas las comodidades de la ciudad más la playa y el mar con sólo abrir la puerta y cruzar el jardín. El panorama que ahora muestra la cámara del living.
Pero los diez días fulgurantes pasaron y quedaron guardados como una joya de familia. A los dieciocho años entré a trabajar en la fábrica metalúrgica. Poco años después papá murió en un accidente laboral. Mamá cobró la indemnización completa, la mitad la destinó para facilitar el casamiento de Marisa, la otra mitad para arreglar la casa y comprar un novísimo equipo de TV importado, provisto de todos los accesorios conocidos entonces; un lujo imperial que mi padre habría desdeñado. Yo seguí trabajando y cuando me ascendieron me casé con Karina, una chica del barrio que había cursado la escuela primaria conmigo; la quise porque tenía el mismo temperamento calmo que mi madre y porque le gustaba el mar.
No pudimos ir a la costa, los ahorros y el sueldo apenas alcanzaron para lo necesario, o menos. Nos instalamos en la casa de mis padres. Mamá nos cedió el cuarto principal y se trasladó a la pieza de los chicos, ya desocupada. Un año después nació Joaquín y yo me quedé sin trabajo. La metalúrgica, luego de estirarse durante años como una chapa vieja, al fin quebró. Habrá sido la última del país en cerrar, porque después nunca conseguí un trabajo decente. Mi madre cobraba mal y tarde su mínima pensión, y ese dinero apenas alcanzaba para pagar algunas cuentas menores, como los servicios e impuestos de la casa. Desesperado acepté la idea de un viejo amigo del trabajo y juntos salimos con un carrito a recoger basura reciclable, útil para vender a los acopiadores. Menos mal que éramos dos hombres fuertes, porque el oficio de rejuntador estaba muy disputado, las zonas de recolección nocturna eran terrenos de lucha y todo valía para llevarse la mejor basura; tuvimos que armarnos con punzones largos que oficialmente servían para revolver y calar los desperdicios. Más no se podía portar, porque si la policía te agarraba con un arma te sacaban todo, y a veces igual nos llevaban y maltrataban. No era vida digna. Cada mañana, después de entregado el rejunte, insistía en buscar un trabajo regular. Tiempo pedido el de la búsqueda: me ofrecían contratos temporarios que si aceptaba perdía las zonas de recolección adquiridas con mucho riesgo; o si no ofertaban sueldos ínfimos, insuficientes para mantener una familia.
En los diarios que compraba para buscar trabajo empecé a leer noticias sobre la transbiótica. Una técnica para reemplazar sin trastornos los órganos humanos enfermos o dañados, que comprendía tanto la adaptación del implante como la perfecta conservación de los órganos de repuesto en bancos de reserva. El sistema era impecable; el problema consistía en conseguir órganos sanos. En laboratorio se podían desarrollar cuerpos humanos descerebrados, para después desguasarlos, pero la madurez de estos cuerpos llevaba veinte años, el proceso era muy caro y los órganos obtenibles de ellos no tenían la fortaleza de los órganos de un cuerpo humano natural y sano. Evidentemente los enfermos ricos ofrecían dinerales a los vendedores voluntarios de órganos naturales.
Siempre fue sano, fuerte y pobre.
Cuando el Lloyd inglés fundó en Buenos Aires una sucursal del Instituto de Transbiótica publicó una aviso pidiendo voluntarios. Me presenté al día siguiente, en ayunas. Esa noche no salí a rejuntar: una cuchillada, un golpe malo, podía dilapidar mi único capital.
Previsiblemente me clasificaron como donante de primera. Todo mi cuerpo era aprovechable, menos el cerebro, claro. Pieza por pieza se vendería muy bien en el extranjero. El contrato era magnífico y sin trampas (lo hice examinar por un abogado de primera), además exacto para mis planes.
Convencer a Karina y mamá no fue fácil. La casa ultramoderna junto al mar fue un buen argumento; otra la renta vitalicia digna de un gerente y el seguro de garantía; y el argumento de remate fue la posibilidad de que yo, en el futuro y con suerte, recuperara un cuerpo clonado de mis tejidos. Esto último era eventual, dependía de un sorteo a efectuarse en veinte años —cuando mi clon estuviera dispuesto— o bien de que yo (o quien yo quisiera) reintegrara en ese momento el valor de mi cuerpo y los gastos. Insistí con mis razonamientos: a lo largo de décadas, disponiendo de una buena renta, bien podía acertar un premio multimillonario de azar, como el loto, y encima recuperaría un cuerpo joven. Entretanto debía reducirme a ser un cerebro sostenido por una unidad de mantenimiento vital y conectado con nervios orgánico-electrónicos que me permitirían percibir el entorno y controlar algunos mecanismos. ¿Acaso no podría quedar lisiado cualquier noche en una pelea de rejuntadores? ¿No sería peor?
Antes de la operación visitamos el chalet de Villa Gessel que el Instituto compraría a mi nombre. No era el mismo que yo contemplara a los nueve años; era mucho mejor. Pasamos un fin de semana, luna de miel tardía y vacación siempre postergada. Joaquín ya caminaba y viéndolo jugar en la arena y disparar como un ratón rumbo al mar, supe que hacía bien en firmar el contrato. Mi madre también lo aceptó. Puso en venta la casa vieja y se preparó para la mudanza no bien le aseguramos que había lugar para ella en el chalet, que no sería molestia y que instalaríamos en el living su querido equipo de TV.
Cualquiera que haya perdido un brazo o una pierna podrá imaginarse lo que es perder todo lo demás.
Siempre traté de ser duro, un metalúrgico de ley, insensible si quieren. Aun así ni los libros de fantaciencia de mi padre me prepararon para esto. La extirpación del cuerpo se me hizo un trance nuevo. No por el dolor de la operación, la anestesia es eficiente, sí por lo que vino después.
Lo más difícil es acostumbrarse a no respirar. Uno sigue buscando la inhalación y la exhalación, el cerebro —uno— se contrae, palpita, la unidad de mantenimiento responde con pulsaciones de oxígeno. Después siguen los dolores fantasmales, el cuerpo extraído sigue ahí, empotrado, y duele. Cada músculo, cada órgano, la piel, las articulaciones. Una sirena de dolor sonando exasperada en los centros sensomotrices de uno.
Los del IT (Instituto de Transbiótica) me dijeron que eso iría disminuyendo con el tiempo. Y el IT sabe. Pero los primeros meses fueron un maremoto de dolor descontrolado. Claro que entonces mi unidad de mantenimiento estaba en el Instituto y mis conexiones sensomotrices limitadas por fusibles; si me hubieran puesto directamente en la casa, la habría destruido y enloquecido a todos sus habitantes, como en una película de terror.
Afortunadamente (¿sí?) cuando me trasladaron a la casa de la playa yo tenía cierto control sobre mis nuevos nervios y, lo más importante, sobre mí mismo; el cuerpo faltante me seguía doliendo, pero desarrollé otro. Las conexiones motrices empalmaban con las raíces de los nervios digitales: con uno manejo la puerta ventana, con otro los parlantes y auriculares, con un tercero —el pulgar derecho— oriento las cámaras de TV y así. Otro tanto sucede con las conexiones sensoras: tengo una cámara de TV móvil en la sala, y otra, alternativa, en la puerta que da al jardín; lo mismo que mi olfato; carezco de tacto en sí, pero una suerte de veleta en el techo me permite sentir el viento. También puedo aparecer en la gran TV de la abuela, como una imagen animada por computación de mí mismo antes de la extirpación, y hablar por los parlantes del aparato del living (cortesía del IT para que no se pierda mi carácter de jefe de familia). Lo curioso es que desde mi visor del living me veo a mí mismo en la gran pantalla de televisión. Puedo cerrar voluntariamente todas estas conexiones y activar un circuito hipnótico para dormir. Crujido resbaladizo.
Otra vez está fallando el grabador. Tengo que seguir con mi relato mientras pueda registrarlo.
Hubo un buen tiempo después de la mudanza y la adaptación. Karina y Joaquín jugaban en la playa o en el mar y yo me centraba en mis sentidos del jardín. A la hora de comer me situaba en el televisor y participaba de la charla, reprimiendo mi deseo de salivar, masticar y deglutir mediante dosis de glucosa. De noche me quedaba viendo la televisión con la familia, y más tarde con la abuela, que se complacía en ver películas de trasnoche.
Tiempo después sucedió algo que el IT no me había predicho. Olvidé que era un cerebro empotrado y me hice un doliente cuerpo fantasmal. Esto lo logré graduando mis sensores en dirección e intensidad, hasta lograr un punto ideal de intersección. Ahí estaba yo. Incluso imaginaba verme vestido con el pijama pre-operatorio. Lentamente adquirí pericia en esta ilusión y pude moverme dentro del radio de mis sensores. Como un perro atado a una cuerda invisible y elástica.
Se lo comenté al técnico (médico-ingeniero) del IT cuando vino a hacer el servicio de mantenimiento. El hombre se llamaba Franchi y era un tipo viejo y seco, nunca supe su nombre de pila. Dijo que había oído cosas peores y que aprovechara lo bueno mientras durara.
No lo entendí y lo dejé pasar.
Joaquín siguió creciendo y yo viéndolo crecer; inventamos un juego de escondidas (él se escondía y yo lo buscaba) aunque siempre lamenté no poder jugar a la pelota con mi hijo, ni nadar juntos en el mar, ni… chisporroteo en la grabación.
Eso no fue una falla en el grabador, fui yo.
Mientras Joaquín crecía, la abuela envejecía y secaba como una planta transferida a una maceta inadecuada. Una noche murió. No me di cuenta hasta la mañana siguiente. Esa noche nos quedamos viendo una reposición de Lo que el viento se llevó. La transmisión cesó y mamá no apagó el televisor. Lo hice yo creyéndola dormida, después me desconecté a mí mismo y me dispuse a dormir. Según los registros de la computadora estimo que murió cuando Scarlett contemplaba las ruinas y se proponía seguir luchando.
Joaquín tenía seis años cuando entraron los ladrones. Rompieron el ventanal mientras yo dormía. La computadora me activó. En un segundo hice sonar la alarma y todo aparato que hiciera ruido, al máximo volumen; un segundo después lancé el pedido telefónico de auxilio a la policía; en el tercer segundo encendí todas las luces y grité por los parlantes un "¡Fuera de acá!". Los ladrones escaparon, Karina y Joaquín se levantaron asustados.
El error fue llamar a la policía.
Pasado un mes desperté a la mañana y revisé la memoria de la computadora, como solía hacer cada mañana desde la muerte de mamá. Hallé un registro muy bajo de la puerta de calle, que es un punto ciego para mis sensores, todos orientados hacia el lado opuesto de la casa, el que da al mar. Siguió un susurro de pasos, un leve chistido. A continuación sonidos apagados pero inconfundibles provenientes del dormitorio de Karina, otro punto ciego, junto a mis espaldas.
No quiero contar la larga discusión con Karina. Se fue al día siguiente, ojerosa y despintada, ninguno de los dos había dormido. Y se llevó a Joaquín.
El juez le dio el divorcio completo y la mitad de mi renta vitalicia; también la tenencia de Joaquín. Yo no podía cumplir con los deberes conyugales ni ser un padre cabal, Karina era una mujer joven y normal, Joaquín un niño que necesitaba un hogar con un padre real.
Mi hijo me visitaba una hora dos veces por semana, Karina se quedaba fuera del alcance de mis sentidos electrónicos.
Tardó un año en mostrarse. Apareció un día en la playa, cerca del jardín, en un lugar semejante al que yo usaba para contemplar una casa muy parecida a ésta veinte años antes. No era la misma, se veía hermosa y gorda. No gorda: preñada. Atrás apareció un hombre de traje y luego Joaquín, quien corrió para saludarme y abrazar el televisor. Por una vez no presté atención a mi hijo. Fijé mi visor externo en Karina y su hombre.
—Pedro —me dijo Karina—. Éste es Miguel, hoy nos casamos.
El hombre asintió con la cabeza. Mi parlante externo crujió.
—Pedro, oíme —insistió Karina—, Miguel es policía y el mes que viene lo trasladan a Tandil. Nosotros nos vamos con él. Pero Miguel prometió traer a Joaquín de visita los días francos y en las vacaciones. ¿Entendés?
Mis alarmas sonaron y sonaron. Hasta que vino Franchi, traído de urgencia, y las desconectó. Después me hizo dormir y dormir.
La computadora tiene muchos videojuegos. Franchi me trae libros y revistas en disquitos de computación. Oigo música, veo TV, pongo la radio. Espero la siguiente visita de Joaquín. Juego a todos los concursos de azar, nunca saco un premio grande. Cada tanto grabo un párrafo de este relato. Todos los veranos mando un crédito electrónico a mi hermana para que venga con la familia a pasar las vacaciones. Sé que las cosas van mal y peor en este siglo; lo sufro por los cortes de electricidad, frecuentes y prolongados, que pese a las baterías de emergencia pueden acabarme. Franchi promete adosar a mi equipo motriz un brazo y mano artificial, flexible y extensible. "Un implemento nuevo, por las dudas", dice, siempre tan parco.
Espero a Joaquín. Veo el mar. El mar azul y cristalino que trae el viento polar. El mar arenoso y castaño que arrastra la corriente opuesta. El mar picado y espumoso, el aplastado y chicho, el crecido que busca mi jardín, el retraído que busca el horizonte. Y todos los matices de mar y playa que fastidian estas costas. Mucho mar, demasiado mar.
Una noche de helada fuerte, en pleno invierno, se atascó la persiana del ventanal. Quedó cerrada, mi cámara de la puerta ventana, en consecuencia, sin visión del exterior.
Hoy, ya primavera, vino Franchi para colocarme el brazo artificial. Es un buen implemento biótico: con él puedo palpar y golpear todo el interior de la casa.
Conforme con la prueba del brazo, el técnico notó la falla de la persiana y quiso arreglarla.
Le dije que no. Que no lo hiciera. Que si levantaba la persiana le rompía la cara a trompadas.
Publicado originalmente en Axxón número 21
No hay comentarios:
Publicar un comentario