CUENTOS DE HADAS CELTAS
ANÓNIMO
ANÓNIMO
Gnomos, ELFOS Y OTRAS CRIATURAS MÁGICAS
ACERCA DE ESTE LIBRO
l término "hada" deriva del latín fatum, término que define al destino. El vocablo se transformó posteriormente en el francés fée, del que nacen las palabras inglesas fey y fairy, y que en español dio origen al adjetivo feérico, poco difundido, que alude a todo lo "relativo a las hadas". El vocablo anglosajón fairy (hada), como así también muchas de sus traducciones a otros idiomas, tiene un significado mucho más amplio que su traducción hispana, ya que involucra a todos los seres elementales, masculinos o femeninos, que componen la familia de la "gente pequeña" o, como también se la conoce, "gente menuda", "buena gente", "vecinos olvidados" y muchos otros nombres. En esta ocasión, sin embargo, para unificar criterios respecto de los géneros gramaticales, hemos decidido utilizar el término "hada" para las entidades femeninas (sirenas, elfinas, brujas, ondinas, banshees, etc.), y "elfo" para las masculinas (duendes, gnomos, murrughach, silfos, pookhas y demás).
Ya Shakespeare, en su inolvidable Sueño de una noche de verano, separó las hadas de los elfos; las primeras mantienen en forma constante una apariencia humana, aunque pueden desplazarse por el aire —con alas o sin ellas—, y su tamaño suele variar entre unos pocos centímetros hasta la estatura humana o más; los elfos, por su parte, están divididos en varias especies. Sin embargo, existe una característica invariable para toda la "gente pequeña": no son ni malos ni buenos; son criaturas extrañas, con principios éticos y valores (si pueden llamarse así) diferentes de los de los seres humanos, y pueden o no aceptarnos en su círculo. Poseen un poder mágico incomprensible para los hombres; son el poder y la inspiración, pero no piensan ni sienten como los humanos, y eso los hace encantadores algunas veces, y nefastos al minuto siguiente.
Ya Shakespeare, en su inolvidable Sueño de una noche de verano, separó las hadas de los elfos; las primeras mantienen en forma constante una apariencia humana, aunque pueden desplazarse por el aire —con alas o sin ellas—, y su tamaño suele variar entre unos pocos centímetros hasta la estatura humana o más; los elfos, por su parte, están divididos en varias especies. Sin embargo, existe una característica invariable para toda la "gente pequeña": no son ni malos ni buenos; son criaturas extrañas, con principios éticos y valores (si pueden llamarse así) diferentes de los de los seres humanos, y pueden o no aceptarnos en su círculo. Poseen un poder mágico incomprensible para los hombres; son el poder y la inspiración, pero no piensan ni sienten como los humanos, y eso los hace encantadores algunas veces, y nefastos al minuto siguiente.
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Otro de los inconvenientes que se presentan en la recopilación de estas leyendas antiguas, es la gran diversidad de versiones que existen de cada una de ellas. Como ejemplo podemos mencionar "Las hadas de Knockgrafton", de la cual existen versiones tituladas "Los duendes de Knockgrafton", en la que las hadas son reemplazadas por gnomos, e incluso hay una interpretación mejicana, donde las gibas de Lushmore y de Jack Madden han sido sustituidas por monedas de oro.
Pero estas divergencias dan lugar a una cuestión aún más preocupante: si en pocas décadas las leyendas se han modificado tanto, ¿cómo serían las leyendas originales, y cuáles fueron las innovaciones introducidas en más de diez siglos de transmitirse oralmente de generación en generación? Y aún hay otro punto importante a tener en cuenta: los principales recopiladores de las leyendas irlandesas y galesas del medioevo fueron clérigos cristianos y fhillids —bardos y druidas convertidos en monjes católicos—, cuya función primordial era neutralizar y desmembrar el sistema religioso pagano de los pueblos celtas.
Para obviar estas diferencias, en esta selección hemos incorporado, salvo raras excepciones, cuentos recopilados previamente por el poeta irlandés William Butler Yeats; entre las excepciones podemos mencionar "Koomara, el murrughach" y "El gaitero y el leprechaun", rescatados del olvido por Joseph Jacobs; "La larga vida de Ossyan", una antigua leyenda celta incluida en el ciclo literario de Finn McCumhall, o Ciclo Fenniano, y "Los duendes de Cova da Serpe", un relato del folklore gallego, originario de la región de La Coruña, antiguamente parte de la Bretaña Armoricana habitada por los celtas ibéricos. Es preciso aclarar también que, dada la diversidad de las fuentes disponibles, las traducciones se han adaptado para mantener un estilo homogéneo pero conservando, dentro de lo posible, aquel en que fueron narradas y posteriormente recopiladas.
Pero estas divergencias dan lugar a una cuestión aún más preocupante: si en pocas décadas las leyendas se han modificado tanto, ¿cómo serían las leyendas originales, y cuáles fueron las innovaciones introducidas en más de diez siglos de transmitirse oralmente de generación en generación? Y aún hay otro punto importante a tener en cuenta: los principales recopiladores de las leyendas irlandesas y galesas del medioevo fueron clérigos cristianos y fhillids —bardos y druidas convertidos en monjes católicos—, cuya función primordial era neutralizar y desmembrar el sistema religioso pagano de los pueblos celtas.
Para obviar estas diferencias, en esta selección hemos incorporado, salvo raras excepciones, cuentos recopilados previamente por el poeta irlandés William Butler Yeats; entre las excepciones podemos mencionar "Koomara, el murrughach" y "El gaitero y el leprechaun", rescatados del olvido por Joseph Jacobs; "La larga vida de Ossyan", una antigua leyenda celta incluida en el ciclo literario de Finn McCumhall, o Ciclo Fenniano, y "Los duendes de Cova da Serpe", un relato del folklore gallego, originario de la región de La Coruña, antiguamente parte de la Bretaña Armoricana habitada por los celtas ibéricos. Es preciso aclarar también que, dada la diversidad de las fuentes disponibles, las traducciones se han adaptado para mantener un estilo homogéneo pero conservando, dentro de lo posible, aquel en que fueron narradas y posteriormente recopiladas.
HABÍA UNA VEZ...
LAS HADAS DE KNOCKGRAFTON
ace ya muchísimos años, tantos que no podría contarlos, en la fértil tierra de Lough Neagh existió un hombre muy, pero muy pobre, que vivía en una humilde choza, a la orilla del río Bann, cuyas aguas turbulentas bajan de las sombrías laderas de los montes Anthrim.
Lushmore, a quien habían apodado así los lugareños, a causa de que siempre llevaba en su alto sombrero de rafia una pequeña rama de muérdago, como la que los leprechauns ponen en las hebillas de los suyos, tenía sobre su espalda una gran joroba, que prácticamente lo doblaba en dos, como si una mano gigante hubiera arrollado su cuerpo hacia arriba y se lo hubiera colocado sobre los hombros. Tal era el peso de ese enorme apósito de carne, que cuando el pobre Lushmore estaba sentado —y lo estaba casi todo el tiempo, pues sus flacas piernas apenas podían sostener su cuerpo—, quedaba doblado por la cintura, con su pecho apoyado sobre sus muslos, única manera de sostener el peso de su giba.
Si bien la gente de los alrededores lo trataba con deferencia, pues su trabajo de maestro mimbrero era muy cotizado en la zona, corrían ciertas historias sobre él, quizás provocadas por la envidia de sus magníficas labores, y los lugareños tenían cierta disposición a evitarlo cuando se cruzaban en algún lugar solitario ya que, aunque la pobre criatura era tan inofensiva como un bebé de pecho, su deformidad era tan grande que asustaba a sus vecinos, que apenas podían considerarlo un ser humano. De él se decía, por ejemplo, que tenía un gran dominio de la magia, y que podía mezclar pócimas y brebajes, y preparar encantamientos para enloquecer a un hombre, aunque lo cierto es que nunca nadie lo había comprobado personalmente.
Lo cierto es que Lushmore poseía unas manos realmente mágicas para trenzar todo tipo de juncos y mimbres, para tejer cestas y sombreros, y cuando no se encontraba sentado en su insólita posición, solía recorrer los alrededores, recogiendo los materiales que luego transformaba en verdaderas obras de arte, o marchando en su pequeña carreta hacia las ciudades vecinas, para vender el fruto de su trabajo.
Y así fue que en una ocasión, cuando regresaba de la ribera del río Main, donde solía recoger la mayoría de su materia prima, y se dirigía a la ciudad de Killead con una carga de canastos, como el pequeño Lushmore caminaba muy despacio por culpa de su enorme joroba, se había hecho ya completamente de noche cuando llegó al viejo túmulo de Knockgrafton, un lugar que la mayoría de los aldeanos evitaban por las noches.
Lushmore se sentía agotado por la caminata, y al pensar que aún le quedaban varias horas por delante, decidió sentarse bajo el túmulo para descansar un rato y, para entretenerse, se puso a contemplar el rostro de la luna, que lo observaba solemnemente entre las ramas de un añoso roble.
Repentinamente, llegaron a sus oídos los extraños acordes de una misteriosa canción, y el jorobado comprendió inmediatamente que jamás había escuchado una melodía tan fascinante como aquélla. Sonaba como un coro de infinitas voces, donde cada uno de sus integrantes cantara en un tono diferente, pero sus voces se armonizaban unas con otras de tal forma que parecía que salieran de una sola garganta. Escuchando con atención, Lushmore pronto pudo distinguir la letra de la canción que constaba de sólo cuatro palabras que se repetían tres veces: "Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort"; luego se producía una pausa y la tonadilla comenzaba de nuevo.
Lushmore escuchaba con el alma puesta en sus oídos y apenas respiraba por el temor a perder un sólo compás. Pronto comprendió que la canción provenía desde dentro del túmulo y, aunque al principio la música lo había ensimismado, con el paso del tiempo la letanía comenzó a aburrirlo, así que, aprovechando el intervalo que se producía después de las tres repeticiones de Da Luan, Da Mort, introdujo, con la misma melodía, las palabras "augus Da Dardeen"; luego siguió entonando Da Luan, Da Mort junto con las voces misteriosas y, cuando se produjo nuevamente la pausa, volvió a introducir su propio augus Da Dardeen.
Lushmore, a quien habían apodado así los lugareños, a causa de que siempre llevaba en su alto sombrero de rafia una pequeña rama de muérdago, como la que los leprechauns ponen en las hebillas de los suyos, tenía sobre su espalda una gran joroba, que prácticamente lo doblaba en dos, como si una mano gigante hubiera arrollado su cuerpo hacia arriba y se lo hubiera colocado sobre los hombros. Tal era el peso de ese enorme apósito de carne, que cuando el pobre Lushmore estaba sentado —y lo estaba casi todo el tiempo, pues sus flacas piernas apenas podían sostener su cuerpo—, quedaba doblado por la cintura, con su pecho apoyado sobre sus muslos, única manera de sostener el peso de su giba.
Si bien la gente de los alrededores lo trataba con deferencia, pues su trabajo de maestro mimbrero era muy cotizado en la zona, corrían ciertas historias sobre él, quizás provocadas por la envidia de sus magníficas labores, y los lugareños tenían cierta disposición a evitarlo cuando se cruzaban en algún lugar solitario ya que, aunque la pobre criatura era tan inofensiva como un bebé de pecho, su deformidad era tan grande que asustaba a sus vecinos, que apenas podían considerarlo un ser humano. De él se decía, por ejemplo, que tenía un gran dominio de la magia, y que podía mezclar pócimas y brebajes, y preparar encantamientos para enloquecer a un hombre, aunque lo cierto es que nunca nadie lo había comprobado personalmente.
Lo cierto es que Lushmore poseía unas manos realmente mágicas para trenzar todo tipo de juncos y mimbres, para tejer cestas y sombreros, y cuando no se encontraba sentado en su insólita posición, solía recorrer los alrededores, recogiendo los materiales que luego transformaba en verdaderas obras de arte, o marchando en su pequeña carreta hacia las ciudades vecinas, para vender el fruto de su trabajo.
Y así fue que en una ocasión, cuando regresaba de la ribera del río Main, donde solía recoger la mayoría de su materia prima, y se dirigía a la ciudad de Killead con una carga de canastos, como el pequeño Lushmore caminaba muy despacio por culpa de su enorme joroba, se había hecho ya completamente de noche cuando llegó al viejo túmulo de Knockgrafton, un lugar que la mayoría de los aldeanos evitaban por las noches.
Lushmore se sentía agotado por la caminata, y al pensar que aún le quedaban varias horas por delante, decidió sentarse bajo el túmulo para descansar un rato y, para entretenerse, se puso a contemplar el rostro de la luna, que lo observaba solemnemente entre las ramas de un añoso roble.
Repentinamente, llegaron a sus oídos los extraños acordes de una misteriosa canción, y el jorobado comprendió inmediatamente que jamás había escuchado una melodía tan fascinante como aquélla. Sonaba como un coro de infinitas voces, donde cada uno de sus integrantes cantara en un tono diferente, pero sus voces se armonizaban unas con otras de tal forma que parecía que salieran de una sola garganta. Escuchando con atención, Lushmore pronto pudo distinguir la letra de la canción que constaba de sólo cuatro palabras que se repetían tres veces: "Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort; Da Luan, Da Mort"; luego se producía una pausa y la tonadilla comenzaba de nuevo.
Lushmore escuchaba con el alma puesta en sus oídos y apenas respiraba por el temor a perder un sólo compás. Pronto comprendió que la canción provenía desde dentro del túmulo y, aunque al principio la música lo había ensimismado, con el paso del tiempo la letanía comenzó a aburrirlo, así que, aprovechando el intervalo que se producía después de las tres repeticiones de Da Luan, Da Mort, introdujo, con la misma melodía, las palabras "augus Da Dardeen"; luego siguió entonando Da Luan, Da Mort junto con las voces misteriosas y, cuando se produjo nuevamente la pausa, volvió a introducir su propio augus Da Dardeen.
Las hadas de Knockgrafton —porque no eran de otros las voces que entonaban aquella melodía— se maravillaron tanto al escuchar aquel agregado a su canción, que inmediatamente decidieron salir a buscar al genio cuyo talento musical hacía palidecer al de ellas; y así el pequeño Lushmore fue llevado hacia el interior del túmulo, a la velocidad de un tornado.
Una maravillosa vista acompañó su caída, mientras que la más excelsa de las músicas acariciaba sus oídos con cada uno de sus movimientos. Al llegar a su destino, la reina de las hadas y su séquito le depararon el más glorioso de los recibimientos, dándole una calurosa bienvenida, que llenó de gozo su corazón, y poniéndolo a la cabeza del coro; luego fue atendido a cuerpo de rey por una multitud de sirvientes y, en general, lo trataron como si fuera el hombre más importante del mundo.
Algo más tarde, mientras descansaba de su copioso banquete, Lushmore notó que las hadas se trababan en una ardorosa deliberación y, a pesar de la forma en que lo habían tratado, comenzó a sentir cierto temor hasta que la reina se acercó a él y le dijo:
Una maravillosa vista acompañó su caída, mientras que la más excelsa de las músicas acariciaba sus oídos con cada uno de sus movimientos. Al llegar a su destino, la reina de las hadas y su séquito le depararon el más glorioso de los recibimientos, dándole una calurosa bienvenida, que llenó de gozo su corazón, y poniéndolo a la cabeza del coro; luego fue atendido a cuerpo de rey por una multitud de sirvientes y, en general, lo trataron como si fuera el hombre más importante del mundo.
Algo más tarde, mientras descansaba de su copioso banquete, Lushmore notó que las hadas se trababan en una ardorosa deliberación y, a pesar de la forma en que lo habían tratado, comenzó a sentir cierto temor hasta que la reina se acercó a él y le dijo:
¡Lushmore, Lushmore,
desecha todo temor,
esa giba que te aqueja
ya no te dará más dolor!
¡Mira al suelo y la verás
caerse con gran fragor!
desecha todo temor,
esa giba que te aqueja
ya no te dará más dolor!
¡Mira al suelo y la verás
caerse con gran fragor!
Tan pronto como el hada pronunció estas palabras, el jorobado se sintió repentinamente tan leve y grácil que pensó que podría volar como los pájaros, o saltar a la luna de un solo brinco. Con inmenso placer escuchó un gran golpe y, cuando miró hacia abajo, vio la joroba caída a sus pies, como una masa de carne informe. Entonces intentó hacer lo que nunca había hecho en su vida: levantó la cabeza con precaución, temeroso de golpearse contra el techo de la habitación en que se encontraba —tan alto le parecía ser ahora y miró a su alrededor, admirando el panorama que se extendía, desde una altura desde la cual nunca había contemplado escenario alguno. Abrumado por las nuevas sensaciones que experimentaba, sintió que la cabeza le daba vueltas y más vueltas, y una nube pareció descender sobre sus ojos, hasta que cayó en un sueño profundo y, cuando despertó, se encontró tendido sobre la hierba, cerca del túmulo de Knockgrafton, al interior del cual las hadas lo habían llevado volando la noche anterior.
Al abrir los ojos, pudo ver que ya era de día, el sol brillaba cálidamente en el cielo y los pájaros cantaban en las ramas del roble que se extendían sobre su cabeza.
Su primera acción, luego de decir sus oraciones, fue llevar la mano a su espalda, para tantear su joroba y, al no encontrarla, se sintió transportado por la alegría, porque se había convertido en un hombre gallardo y elegante; más aún, al contemplarse en las aguas del Lough Neagh se vio vestido con ropas nuevas, que hasta eso habían hecho las hadas por él.
Recogió su mercadería, que estaba prolijamente acomodada sobre una de las piedras del túmulo, y reinició su interrumpido camino hacia Killead, ágil como una gacela y con un paso tan airoso como si toda su vida hubiera sido maestro de danzas. Al llegar a la ciudad, ninguno de los vecinos pareció reconocerlo sin su joroba, y le resultó difícil demostrarles que era el mismo Lushmore, el maestro mimbrera, que venía a entregarles sus pedidos.
No hace falta adelantar que no pasó demasiado tiempo antes de que la noticia de la desaparición de la giba de Lushmore corriera como reguero de pólvora por Killead y todos los pueblos cercanos, y que de todos ellos se acercaron a su choza multitudes de curiosos, a contemplar el milagro. Y así fue que una mañana, estando el mimbrero sentado frente a la puerta de su cabaña, trabajando con sus mimbres, una anciana se acercó a él y le pidió si podía indicarle el camino hacia Capagh, porque debía entrevistarse con un tal Lushmore, que allí vivía.
—No necesito indicarle nada, mi buena señora —respondió el aludido— porque usted ya está en Capagh y, para mayor precisión, le diré que se encuentra usted en presencia de la persona que está buscando.
—Me he llegado hasta aquí —agregó entonces la mujer— desde Mallow Fermoy, en el condado de Waterford, a muchos días de camino, porque oí decir que a ti las hadas te han quitado la joroba. Es que el hijo de una hija mía tiene una giba que va a causarle la muerte y quizás, si pudiera utilizar el mismo encantamiento que tú, se podría salvar. Así que te suplico que me enseñes el hechizo para tratar de curarlo.
Estas palabras conmovieron profundamente a Lushmore, que siempre había sido un hombre sensible, y le contó a la anciana todos los detalles de su aventura; cómo había agregado sus compases a la canción de las hadas de Knockgrafton y había sido transportado por ellas al interior del túmulo, cómo le había sido quitada mágicamente la joroba y cómo le habían regalado incluso un traje nuevo.
La mujer le agradeció sinceramente su relato y partió inmediatamente, con gran alivio en su corazón y ansiosa por poner en práctica las enseñanzas del maestro mimbrero. Una vez que hubo regresado a la casa de su nieto, cuyo nombre era Jack Madden, narró todo lo que había escuchado y, sin pérdida de tiempo, pusieron al pequeño jorobado sobre una carreta y emprendieron el camino hacia Knockgrafton. Era un largo viaje, pero a la anciana y su hija no les importaba, mientras que el muchacho fuera liberado de su deformidad.
Algunos días después, llegaron al túmulo, justo a la caída de la noche, dejaron al joven cerca de la entrada y se retiraron a una prudente distancia; lo que ni la madre ni la abuela tuvieron en cuenta fue que el jorobado, resentido por su deformidad, era un sujeto taimado y maligno, que gustaba de torturar a los animales y arrancarles las alas a los pájaros vivos y que, además, no tenía ni el más mínimo talento musical; pero eso es bastante comprensible, si consideramos que se trataba de su hijo y de su nieto, respectivamente.
No había pasado mucho tiempo desde que dejaran al joven jorobado cerca del túmulo, cuando éste comenzó a oír una suave melodía proveniente del túmulo que sonaba quizás más dulce que la que había escuchado Lushmore, ya que las hadas habían incorporado su agregado: "Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí, augus Da Dardeen" , aunque esta vez no había pausa alguna, ya que las palabras del trenzado llenaban el espacio vacío.
Jack Madden, para quien su único propósito era liberarse de su giba, no prestó la menor atención a la canción de las hadas, ni buscó el momento ni el tono musical adecuado para introducir su propia variante, sino que lo hizo una octava más alta de lo que los intérpretes lo hacían. Así que, tan pronto como comenzaron a cantar, irrumpió, sin importarle el ritmo ni el tiempo, con su frase "augus da Dardeen, augus da Hena", pensando que, si con un solo día de la semana, Lushmore había obtenido un traje, él probablemente obtendría dos.
Desafortunadamente, tan pronto como las palabras hubieron brotado de sus labios, fue elevado por los aires y precipitado al interior de la fosa, como su antecesor pero, a diferencia de aquél, las hadas comenzaron a congregarse a su alrededor, chillando, gritando y gruñendo:
—¿Quién es el que osa arruinar nuestra canción?
Hasta que una de ellas se acercó al joven, separándose del resto, y dijo:
—¡Jack Madden! Tu interrupción ha arruinado la canción que entonábamos con toda nuestra dedicación. Has profanado nuestro santuario, burlándote de nosotras, y mereces ser castigado severamente. ¡Por ello, desde ahora, llevarás dos jorobas en vez de una!
Alrededor de veinte de ellas —tan gráciles y pequeñas eran— trajeron la giba de Lushmore y la colocaron entre los hombros de Jack, encima de la suya propia, donde quedó tan fija como si hubiera sido clavada con clavos de seis pulgadas por un maestro carpintero. Luego echaron al desdichado del túmulo y cuando, por la mañana, su madre y su abuela lo vinieron a buscar, encontraron al joven medio muerto, tendido junto a la puerta del hillfort. ¡Imaginen su espanto y su desesperación! Pero a pesar de su dolor, no se atrevieron a decir nada, por temor a que las hadas les pusieran otra joroba a cada una.
Y así regresaron con Jack Madden a su casa, con sus corazones y sus almas tan abatidos como nunca antes. Pero podían haberse ahorrado el esfuerzo; a causa del peso de la nueva joroba, sumado al anterior, y el trajín del largo y penoso viaje, Jack murió poco antes de llegar a su hogar. Sin embargo, al morir, sus dos jorobas desaparecieron misteriosamente. En las noches, junto al fuego, las ancianas cuentan a sus nietos que aquella terrible maldición fue llevada por las hadas de vuelta a Knockgrafton, ¡esperando a cualquiera que vaya a escuchar o intente interferir de nuevo el canto de las hadas de Knockgrafton!
Al abrir los ojos, pudo ver que ya era de día, el sol brillaba cálidamente en el cielo y los pájaros cantaban en las ramas del roble que se extendían sobre su cabeza.
Su primera acción, luego de decir sus oraciones, fue llevar la mano a su espalda, para tantear su joroba y, al no encontrarla, se sintió transportado por la alegría, porque se había convertido en un hombre gallardo y elegante; más aún, al contemplarse en las aguas del Lough Neagh se vio vestido con ropas nuevas, que hasta eso habían hecho las hadas por él.
Recogió su mercadería, que estaba prolijamente acomodada sobre una de las piedras del túmulo, y reinició su interrumpido camino hacia Killead, ágil como una gacela y con un paso tan airoso como si toda su vida hubiera sido maestro de danzas. Al llegar a la ciudad, ninguno de los vecinos pareció reconocerlo sin su joroba, y le resultó difícil demostrarles que era el mismo Lushmore, el maestro mimbrera, que venía a entregarles sus pedidos.
No hace falta adelantar que no pasó demasiado tiempo antes de que la noticia de la desaparición de la giba de Lushmore corriera como reguero de pólvora por Killead y todos los pueblos cercanos, y que de todos ellos se acercaron a su choza multitudes de curiosos, a contemplar el milagro. Y así fue que una mañana, estando el mimbrero sentado frente a la puerta de su cabaña, trabajando con sus mimbres, una anciana se acercó a él y le pidió si podía indicarle el camino hacia Capagh, porque debía entrevistarse con un tal Lushmore, que allí vivía.
—No necesito indicarle nada, mi buena señora —respondió el aludido— porque usted ya está en Capagh y, para mayor precisión, le diré que se encuentra usted en presencia de la persona que está buscando.
—Me he llegado hasta aquí —agregó entonces la mujer— desde Mallow Fermoy, en el condado de Waterford, a muchos días de camino, porque oí decir que a ti las hadas te han quitado la joroba. Es que el hijo de una hija mía tiene una giba que va a causarle la muerte y quizás, si pudiera utilizar el mismo encantamiento que tú, se podría salvar. Así que te suplico que me enseñes el hechizo para tratar de curarlo.
Estas palabras conmovieron profundamente a Lushmore, que siempre había sido un hombre sensible, y le contó a la anciana todos los detalles de su aventura; cómo había agregado sus compases a la canción de las hadas de Knockgrafton y había sido transportado por ellas al interior del túmulo, cómo le había sido quitada mágicamente la joroba y cómo le habían regalado incluso un traje nuevo.
La mujer le agradeció sinceramente su relato y partió inmediatamente, con gran alivio en su corazón y ansiosa por poner en práctica las enseñanzas del maestro mimbrero. Una vez que hubo regresado a la casa de su nieto, cuyo nombre era Jack Madden, narró todo lo que había escuchado y, sin pérdida de tiempo, pusieron al pequeño jorobado sobre una carreta y emprendieron el camino hacia Knockgrafton. Era un largo viaje, pero a la anciana y su hija no les importaba, mientras que el muchacho fuera liberado de su deformidad.
Algunos días después, llegaron al túmulo, justo a la caída de la noche, dejaron al joven cerca de la entrada y se retiraron a una prudente distancia; lo que ni la madre ni la abuela tuvieron en cuenta fue que el jorobado, resentido por su deformidad, era un sujeto taimado y maligno, que gustaba de torturar a los animales y arrancarles las alas a los pájaros vivos y que, además, no tenía ni el más mínimo talento musical; pero eso es bastante comprensible, si consideramos que se trataba de su hijo y de su nieto, respectivamente.
No había pasado mucho tiempo desde que dejaran al joven jorobado cerca del túmulo, cuando éste comenzó a oír una suave melodía proveniente del túmulo que sonaba quizás más dulce que la que había escuchado Lushmore, ya que las hadas habían incorporado su agregado: "Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí, augus Da Dardeen" , aunque esta vez no había pausa alguna, ya que las palabras del trenzado llenaban el espacio vacío.
Jack Madden, para quien su único propósito era liberarse de su giba, no prestó la menor atención a la canción de las hadas, ni buscó el momento ni el tono musical adecuado para introducir su propia variante, sino que lo hizo una octava más alta de lo que los intérpretes lo hacían. Así que, tan pronto como comenzaron a cantar, irrumpió, sin importarle el ritmo ni el tiempo, con su frase "augus da Dardeen, augus da Hena", pensando que, si con un solo día de la semana, Lushmore había obtenido un traje, él probablemente obtendría dos.
Desafortunadamente, tan pronto como las palabras hubieron brotado de sus labios, fue elevado por los aires y precipitado al interior de la fosa, como su antecesor pero, a diferencia de aquél, las hadas comenzaron a congregarse a su alrededor, chillando, gritando y gruñendo:
—¿Quién es el que osa arruinar nuestra canción?
Hasta que una de ellas se acercó al joven, separándose del resto, y dijo:
—¡Jack Madden! Tu interrupción ha arruinado la canción que entonábamos con toda nuestra dedicación. Has profanado nuestro santuario, burlándote de nosotras, y mereces ser castigado severamente. ¡Por ello, desde ahora, llevarás dos jorobas en vez de una!
Alrededor de veinte de ellas —tan gráciles y pequeñas eran— trajeron la giba de Lushmore y la colocaron entre los hombros de Jack, encima de la suya propia, donde quedó tan fija como si hubiera sido clavada con clavos de seis pulgadas por un maestro carpintero. Luego echaron al desdichado del túmulo y cuando, por la mañana, su madre y su abuela lo vinieron a buscar, encontraron al joven medio muerto, tendido junto a la puerta del hillfort. ¡Imaginen su espanto y su desesperación! Pero a pesar de su dolor, no se atrevieron a decir nada, por temor a que las hadas les pusieran otra joroba a cada una.
Y así regresaron con Jack Madden a su casa, con sus corazones y sus almas tan abatidos como nunca antes. Pero podían haberse ahorrado el esfuerzo; a causa del peso de la nueva joroba, sumado al anterior, y el trajín del largo y penoso viaje, Jack murió poco antes de llegar a su hogar. Sin embargo, al morir, sus dos jorobas desaparecieron misteriosamente. En las noches, junto al fuego, las ancianas cuentan a sus nietos que aquella terrible maldición fue llevada por las hadas de vuelta a Knockgrafton, ¡esperando a cualquiera que vaya a escuchar o intente interferir de nuevo el canto de las hadas de Knockgrafton!
EL GAITERO Y EL LEPRECHAUN
ace ya tanto tiempo que la memoria se niega a reconocerlo, vivía en el pueblo de Dunmore, en el condado de Galway, Irlanda, un hombre bastante falto de luces que, a pesar de su absorbente afición a la música y de ser un gaitero medianamente bueno, en su vida había sido capaz de aprender otra tonada musical que no fuera "An róg-haira dubh". Sin embargo, con ella solía hacerse de algunas monedas de los parroquianos de las tabernas, que se divertían con sus patéticos pasos de baile y las intencionadas palabras de la canción.
Una noche en que el gaitero regresaba a su morada, después de haber interpretado media docena de veces su única canción en su taberna preferida, llamada "An derugrânoniâ" (Las bellotas), la consabida carga de buen whisky irlandés en sus entrañas hizo que, al cruzar por el cementerio, quizás un poco inseguro por el entorno, presionara el fuelle de la gaita y comenzara a tocar por séptima vez la única canción que conocía.
Pero sus temores demostraron no ser infundados; apenas había recorrido la mitad del trayecto, cuando un leprechaun, surgido de entre las raíces de un enorme roble, cayó sobre él y lo derribó, de tal modo que Swenû —que tal era el apodo del gaitero— quedó debajo del duende, que lo sujetaba fuertemente el cuello, apretando la gaita, que emitía un sonido quejumbroso.
—¡Malhadado seas, duende asqueroso; déjame ir a mi casa! Tengo cuatro monedas de diez peniques para entregarle a mi pobre madre, que las necesita para comprar tabaco en polvo.
—Si haces lo que yo te digo, no necesitarás preocuparte por tu madre —le dijo el leprechaun—. Ahora vamos a irnos de aquí, y si no te mantienes bien aferrado, te caerás y te romperás todos los huesos de tu cuerpo, y también se romperá la gaita, y eso será lo peor. Mientras volamos, toca el "Oinowirî" para mí.
—¡Es que no la sé!
—¡No me importa si la sabes o no! —gritó el leprechaun—; tú toca, y no te preocupes de lo demás!
El gaitero, atemorizado, llenó de aire la bolsa y comenzó a tocar, aunque sin saber muy bien qué hacer con sus dedos; sin embargo, mientras transcurrían los minutos, la música brotaba con tanta fluidez que él mismo se encontraba embelesado.
—¡Pues sí que habías resultado un buen maestro de música —dijo entonces al leprechaun—; pero dime, ¿a dónde nos dirigimos?
—Esta noche hay una importante fiesta en el castillo de la Reina Lean Banshee, en la cima de Chroagh Patrick —le informó el leprechaun—, y quiero que toques en ella; te doy mi palabra que volverás a casa bien recompensado por tus molestias.
—¡Caramba! Si va a resultar que, al final, me vas a ahorrar un viaje —dijo el gaitero—, porque resulta que el padre Arragh me puso como penitencia una ida a Chroagh Patrick por haberle robado su ganso blanco preferido el día de Beltayne.
Ya en buena connivencia, ambos viajaron juntos, con la rapidez de un relámpago, a través de montes, marismas y llanuras, hasta llegar a la cima de Chroagh Patrick; una vez frente al castillo de la Reina Banshee, el leprechaun golpeó tres veces con sus nudillos, y el gran portón se abrió, franqueándoles el paso hacia una gran habitación. Allí, Swenû vio una enorme mesa de roble, con cientos de ancianas sentadas alrededor; una de ellas, con un porte real que la distinguía de las demás, se levantó de su sitial y dijo:
—Que tengas mil bienvenidas, leprechaun na Samhain. ¿Quién es el invitado que has traído contigo?
—Pues, ni más ni menos que el mejor gaitero de Erín —contestó el duende.
Al escuchar esto, una de las ancianas dio un golpe en la mesa, con lo cual se abrió una puerta en una de las paredes y de ella surgió, ante el estupor del gaitero, ¡el mismo ganso blanco que él había robado al padre Arragh para la fiesta de Beltayne!
—¡Por mi alma! —exclamó Swenû— . Pero si mi madre y yo mismo nos comimos hasta el último hueso de esa ave; sólo dejamos un muslo, que mi madre le dio a Moyrua (la pelirroja Mary), y que fue el causante de que el padre Arragh se enterara de que yo había robado su ganso.
El ganso, demostrando estar más vivo de lo que el gaitero pensaba, retiró los platos y limpió la mesa, y entonces el leprechaun dijo:
—Toca algo de música para estas agradables damas.
La velada transcurrió sin otros incidentes, con Swenû tocando y cantando canciones que jamás había aprendido en su vida, y las ancianas damas bailando hasta que ya no pudieron dar una paso. Entonces el leprechaun dijo que había que pagar al gaitero, y todas y cada una de las banshees depositaron una moneda de oro en su bolsa.
—¡Por los dientes de San Patricio! —exclamó Swenû —. ¡Soy más rico que el hijo de un rey!
—Ven conmigo —le dijo el leprechaun—, y yo te regresaré a tu casa.
Pero en ese instante, cuando el gaitero estaba a punto de subir a las espaldas del leprechaun, el ganso que había atendido el servicio de la mesa (el mismo que él pensaba haberse comido en la fiesta de Beltayne) se acercó a él y le entregó una gaita nueva. Luego, él y el leprechaun se marcharon y, al llegar a Dunmore, el duende dejó al gaitero sobre el pequeño puente y le dijo que regresara a su casa, agregando:
—Ahora, además de algunas monedas de oro, tienes dos cosas más: ciall agus eól (conocimientos de música) y muchas canciones nuevas; aprovéchalas.
Contento como unas pascuas, Swenû corrió hasta su casa, abrió la puerta y llamó a su madre a gritos:
—¡Déjame entrar; tengo una fortuna en mi bolso y soy el mejor gaitero de Erín!
—Como de costumbre, estás borracho —contestó la madre.
—Pues verás que no —alegó Swenû—. Da la casualidad de que, en esta ocasión, ni una gota ha pasado por mi garguero.
La mujer abrió la puerta del dormitorio y él le dio las monedas de oro. A continuación le dijo, exultante:
—Ahora espera a escuchar la música que voy a interpretar para ti.
Acunó la nueva gaita bajo su brazo y comenzó a soplar, pero, en lugar de música, se escuchó una terrible barabúnda, como si todos los gansos y patos de Irlanda estuvieran gritando al mismo tiempo. El horrible sonido despertó a los vecinos, que comenzaron a reclamarle silencio y luego a burlarse de él, cuando descubrieron que el alboroto procedía de su propia gaita.
Desesperado, cambió la nueva gaita por la vieja, y de ella surgió una melodía maravillosa que calmó como por arte de magia el enojo de sus vecinos, y cuando se hubieron sosegado, les contó con detalles todo lo sucedido aquella noche.
Al día siguiente, Swenû fue a ver al padre Arragh y le contó su historia con el leprechaun, pero el cura se negó terminantemente a aceptar una sola palabra de su relato, hasta que comenzó a tocar la gaita y los chillidos de gansos y patos amenazaron con dejarlos sordos a ambos.
—¡Vete de mi vista, ladrón de gansos! ¡No te conformas con comerte mi ave, sino que también quieres burlarte de mí!
Pero el gaitero no le hizo el menor caso, y tomó su gaita vieja, para demostrar al párroco que su relato era verídico; y en cuanto comenzó a tocar su antiguo instrumento, sonó una música maravillosa y, desde aquél día hasta que su brazo ya no tuvo fuerzas para presionar el odre de la gaita, nunca hubo en ningún condado de Erín un músico tan solicitado como Swenû, El Gaitero.
Una noche en que el gaitero regresaba a su morada, después de haber interpretado media docena de veces su única canción en su taberna preferida, llamada "An derugrânoniâ" (Las bellotas), la consabida carga de buen whisky irlandés en sus entrañas hizo que, al cruzar por el cementerio, quizás un poco inseguro por el entorno, presionara el fuelle de la gaita y comenzara a tocar por séptima vez la única canción que conocía.
Pero sus temores demostraron no ser infundados; apenas había recorrido la mitad del trayecto, cuando un leprechaun, surgido de entre las raíces de un enorme roble, cayó sobre él y lo derribó, de tal modo que Swenû —que tal era el apodo del gaitero— quedó debajo del duende, que lo sujetaba fuertemente el cuello, apretando la gaita, que emitía un sonido quejumbroso.
—¡Malhadado seas, duende asqueroso; déjame ir a mi casa! Tengo cuatro monedas de diez peniques para entregarle a mi pobre madre, que las necesita para comprar tabaco en polvo.
—Si haces lo que yo te digo, no necesitarás preocuparte por tu madre —le dijo el leprechaun—. Ahora vamos a irnos de aquí, y si no te mantienes bien aferrado, te caerás y te romperás todos los huesos de tu cuerpo, y también se romperá la gaita, y eso será lo peor. Mientras volamos, toca el "Oinowirî" para mí.
—¡Es que no la sé!
—¡No me importa si la sabes o no! —gritó el leprechaun—; tú toca, y no te preocupes de lo demás!
El gaitero, atemorizado, llenó de aire la bolsa y comenzó a tocar, aunque sin saber muy bien qué hacer con sus dedos; sin embargo, mientras transcurrían los minutos, la música brotaba con tanta fluidez que él mismo se encontraba embelesado.
—¡Pues sí que habías resultado un buen maestro de música —dijo entonces al leprechaun—; pero dime, ¿a dónde nos dirigimos?
—Esta noche hay una importante fiesta en el castillo de la Reina Lean Banshee, en la cima de Chroagh Patrick —le informó el leprechaun—, y quiero que toques en ella; te doy mi palabra que volverás a casa bien recompensado por tus molestias.
—¡Caramba! Si va a resultar que, al final, me vas a ahorrar un viaje —dijo el gaitero—, porque resulta que el padre Arragh me puso como penitencia una ida a Chroagh Patrick por haberle robado su ganso blanco preferido el día de Beltayne.
Ya en buena connivencia, ambos viajaron juntos, con la rapidez de un relámpago, a través de montes, marismas y llanuras, hasta llegar a la cima de Chroagh Patrick; una vez frente al castillo de la Reina Banshee, el leprechaun golpeó tres veces con sus nudillos, y el gran portón se abrió, franqueándoles el paso hacia una gran habitación. Allí, Swenû vio una enorme mesa de roble, con cientos de ancianas sentadas alrededor; una de ellas, con un porte real que la distinguía de las demás, se levantó de su sitial y dijo:
—Que tengas mil bienvenidas, leprechaun na Samhain. ¿Quién es el invitado que has traído contigo?
—Pues, ni más ni menos que el mejor gaitero de Erín —contestó el duende.
Al escuchar esto, una de las ancianas dio un golpe en la mesa, con lo cual se abrió una puerta en una de las paredes y de ella surgió, ante el estupor del gaitero, ¡el mismo ganso blanco que él había robado al padre Arragh para la fiesta de Beltayne!
—¡Por mi alma! —exclamó Swenû— . Pero si mi madre y yo mismo nos comimos hasta el último hueso de esa ave; sólo dejamos un muslo, que mi madre le dio a Moyrua (la pelirroja Mary), y que fue el causante de que el padre Arragh se enterara de que yo había robado su ganso.
El ganso, demostrando estar más vivo de lo que el gaitero pensaba, retiró los platos y limpió la mesa, y entonces el leprechaun dijo:
—Toca algo de música para estas agradables damas.
La velada transcurrió sin otros incidentes, con Swenû tocando y cantando canciones que jamás había aprendido en su vida, y las ancianas damas bailando hasta que ya no pudieron dar una paso. Entonces el leprechaun dijo que había que pagar al gaitero, y todas y cada una de las banshees depositaron una moneda de oro en su bolsa.
—¡Por los dientes de San Patricio! —exclamó Swenû —. ¡Soy más rico que el hijo de un rey!
—Ven conmigo —le dijo el leprechaun—, y yo te regresaré a tu casa.
Pero en ese instante, cuando el gaitero estaba a punto de subir a las espaldas del leprechaun, el ganso que había atendido el servicio de la mesa (el mismo que él pensaba haberse comido en la fiesta de Beltayne) se acercó a él y le entregó una gaita nueva. Luego, él y el leprechaun se marcharon y, al llegar a Dunmore, el duende dejó al gaitero sobre el pequeño puente y le dijo que regresara a su casa, agregando:
—Ahora, además de algunas monedas de oro, tienes dos cosas más: ciall agus eól (conocimientos de música) y muchas canciones nuevas; aprovéchalas.
Contento como unas pascuas, Swenû corrió hasta su casa, abrió la puerta y llamó a su madre a gritos:
—¡Déjame entrar; tengo una fortuna en mi bolso y soy el mejor gaitero de Erín!
—Como de costumbre, estás borracho —contestó la madre.
—Pues verás que no —alegó Swenû—. Da la casualidad de que, en esta ocasión, ni una gota ha pasado por mi garguero.
La mujer abrió la puerta del dormitorio y él le dio las monedas de oro. A continuación le dijo, exultante:
—Ahora espera a escuchar la música que voy a interpretar para ti.
Acunó la nueva gaita bajo su brazo y comenzó a soplar, pero, en lugar de música, se escuchó una terrible barabúnda, como si todos los gansos y patos de Irlanda estuvieran gritando al mismo tiempo. El horrible sonido despertó a los vecinos, que comenzaron a reclamarle silencio y luego a burlarse de él, cuando descubrieron que el alboroto procedía de su propia gaita.
Desesperado, cambió la nueva gaita por la vieja, y de ella surgió una melodía maravillosa que calmó como por arte de magia el enojo de sus vecinos, y cuando se hubieron sosegado, les contó con detalles todo lo sucedido aquella noche.
Al día siguiente, Swenû fue a ver al padre Arragh y le contó su historia con el leprechaun, pero el cura se negó terminantemente a aceptar una sola palabra de su relato, hasta que comenzó a tocar la gaita y los chillidos de gansos y patos amenazaron con dejarlos sordos a ambos.
—¡Vete de mi vista, ladrón de gansos! ¡No te conformas con comerte mi ave, sino que también quieres burlarte de mí!
Pero el gaitero no le hizo el menor caso, y tomó su gaita vieja, para demostrar al párroco que su relato era verídico; y en cuanto comenzó a tocar su antiguo instrumento, sonó una música maravillosa y, desde aquél día hasta que su brazo ya no tuvo fuerzas para presionar el odre de la gaita, nunca hubo en ningún condado de Erín un músico tan solicitado como Swenû, El Gaitero.
LOS GNOMOS DE COVA DA SERPE
egún cuentan las antiguas leyendas gallegas, cuando la Serra da Cova da Serpe, en la región de la Coruña, se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus cubiles por el hambre y el frío, bajan en manadas por los faldeos, y más de una vez se los ha oído aullar en coros pavorosos, no sólo en los caminos, aterrando a los viajeros, sino hasta en las calles mismas de los pueblos, donde los habitantes se encierran en sus casas a cal y canto. Pero no son precisamente los lobos los merodeadores más terribles de la Cova da Serpe; en sus riscos superiores, en sus cimas desoladas y sus cuevas interminables, pululan unos espíritus diabólicos que por las noches bajan en enjambres por las laderas, juegan en las aguas de las fuentes y arroyos y se hamacan en las ramas de los árboles desnudos.
Ellos, y no otros, son los que aúllan a coro con los lobos, empujan inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los picos más altos, arrollando todo lo que encuentran en su camino, y los que bailan y corren como llamas azules, rojas y amarillas, sobre la superficie de los pantanos.
Entre estos espíritus diabólicos que, arrojados de los llanos y los lugares poblados por los exorcismos de la Iglesia, se refugiaron en las cuevas más altas, los hay de diversas familias y, como tales, se aparecen ante nosotros con formas y tamaños diferentes. Sin embargo, los más detestables y malévolos de todos ellos, los que se insinúan con frases seductoras, conquistando el corazón de las jóvenes son, sin duda alguna, los gnomos. Estas pérfidas criaturas viven en las entrañas de los montes, conocen a la perfección sus cuevas y senderos interiores, y cuidan celosamente los tesoros que las rocas encierran en su seno, entre los que pueden contarse las vetas auríferas, los yacimientos de metales preciosos y los innumerables depósitos de piedras preciosas.
Según cuenta un antiguo relato de esta región de la Serra da Cova da Serpe un joven pastor, tratando de recuperar a una de sus ovejas extraviadas, penetró en uno de esos antros, horrorosos y magníficos a la vez, con sus bocas disimuladas por espinosos matorrales y cuyo fin no fue visto nunca por hombre alguno. Cuando ingresó a la cueva, el pastor era un hombre joven, garboso y atezado, pero cuando regresó del interior de la montaña, su rostro se encontraba pálido como la muerte y su cabello había encanecido como el de un anciano. Había descubierto el secreto de los gnomos; había respirado la fétida y ponzoñosa atmósfera de sus cubiles, y pagó su atrevimiento con un envejecimiento prematuro. Pero en lo que le quedó de vida pudo referir a quien quisiera escucharlo lo que había visto, y su historia fue transmitida de padres a hijos desde incontables generaciones.
De acuerdo con lo que él mismo narró, se internó caverna adelante, hasta llegar por último a unas interminables galerías que descendían abruptamente hacia las entrañas de la tierra; estos enormes pasadizos estaban alumbrados por un fulgor misterioso y fantasmal, producido, al parecer por la fosforescencia de innumerables trozos de gemas cristalinas, de todas las formas exóticas e inverosímiles que ninguna mente humana podría haber imaginado.
El piso, las paredes y el curvo techo abovedado de los inmensos salones en que se abrían de tanto en tanto las galerías, se veían jaspeados por estrías de colores diversos, como los mármoles más finos, pero las vetas eran de oro y plata, y en ellas aparecían incrustadas infinidad de piedras preciosas entre las que podían identificarse rutilantes diamantes, rubíes rojos como la sangre, verdes esmeraldas, zafiros, topacios y muchas otras piedras desconocidas, que el pastor sólo pudo describir diciendo que sus ojos se habían encandilado al contemplarlas.
El más absoluto silencio lo acompañó durante su descenso por aquellos interminables pasadizos; ningún ruido, excepto el de sus pasos, rebotaba en sus anfractuosidades y, a intervalos irregulares, unos gemidos prolongados y lastimeros, provocados por un viento de origen desconocido que circulaba a lo largo de aquel intrincado dédalo de corredores. Escuchando con más atención, el pastor también pudo percibir el susurro de aguas corrientes que discurrían por las paredes, y el rumoreo desconcertante de un río de lava subterráneo que hervía debajo de la roca que pisaban sus pies.
El joven, solo y perdido en aquel laberinto inverosímil, caminó durante largas horas sin poder encontrar una salida, hasta que finalmente descubrió el manantial cuyo rumor había escuchado tiempo antes. Encontró el arroyuelo tras un recodo de la gruta, que brotaba de una de las paredes como una fantástica cascada de plata coronada de espuma, y corría por el piso descendente, produciendo un murmullo cristalino al acariciar sus aguas las peñas y las grietas de la roca viva. En sus márgenes crecían plantas desconocidas que el pastor, a pesar de haber vivido toda su vida en la región, no pudo siquiera identificar; algunas de ellas, que salían a través de las fisuras de las piedras, tenían una extrañas hojas anchas y carnosas, y otras, que se arraigaban dentro mismo del arroyo, eran finas y delgadas como cintas que ondulaban con los movimientos del agua.
Entre estas plantas se movían unos seres extraños que, en algunas ocasiones parecían humanos de corta estatura y gran deformidad, en otras grandes salamandras refulgentes y un momento más tarde se transformaban en efímeras llamaradas multicolores que danzaban en locas espirales sobre las plantas. En esas criaturas, el pastor identificó aterrado a los gnomos que, desplazándose por los corredores de piedra, corriendo como enanos patizambos y deformes, siseando y arrastrándose como reptiles o trepando por las paredes y corriendo sobre la superficie del agua en forma de fuegos fatuos, extraían y atesoraban sus fabulosas riquezas. Aún en medio de su terror, el joven recordó lo que las leyendas cuentan de aquellas entidades diabólicas: son ellos los que conocen los escondrijos donde los avaros entierran sus tesoros y que sus herederos luego buscan en vano; son ellos los que saben dónde los moros dejaron sus botines al ser expulsados de España; son ellos, y no otros, los que localizan y roban las alhajas y valores que se pierden y luego los ocultan en sus guaridas subterráneas, porque son los únicos que pueden transitar por aquellos corredores malsanos.
Allí, escondido entre las hojas carnosas, el pastor pudo comprobar la existencia de objetos exóticos y de costo inapreciable, entre los que podían verse copas cinceladas en oro y plata, con incrustaciones de piedras preciosas; ánforas de los mismos metales, ricamente trabajadas y colmadas de rubíes, diamantes y esmeraldas; collares y diademas de perlas y gemas, y arcenes enteros llenos de monedas con formas y caracteres imposibles de reconocer; tesoros, en definitiva, tan incalculables y fantásticos que la razón se negaba a aceptarlos. Y todas aquellas riquezas brillaban con tal intensidad, que el pastor relató que parecía que todo el aire estaba lleno de chispas de colores y que la caverna misma se encontraba en llamas, y las imágenes rielaban como a través del calor de una hoguera.
Y fue entonces cuando la codicia comenzó a disipar el miedo del pastor, quien, deslumbrado por la contemplación de tantas joyas, cada una de las cuales lo enriquecería de por vida, intentó recoger algunas de ellas, cuando, a pesar del bramido del río de lava, la profundidad de la roca, el rumor del arroyo y las risotadas de los gnomos, llegó hasta sus oídos el repique de la campana de la ermita del pueblo, llamando a los fieles a la oración de la tarde. Al oír su clamor, el pastor, que ya había sido visto por los gnomos y estaba a punto de ser alcanzado por ellos, cayó de rodillas, encomendándose a la protección de la Virgen de Cova da Serpe, patrona de la iglesia. Y así, en un abrir y cerrar de ojos, y sin saber a ciencia cierta cómo ni por qué medio, se encontró repentinamente fuera de la cueva, tirado a un costado del camino que conducía al pueblo, y aturdido como si hubiera salido de un largo sueño.
Desde entonces, los lugareños de la Serra da Cova da Serpe saben por qué la fuente del mercado trae a veces en sus aguas restos de un finísimo polvo de oro y, en ocasiones, en el murmullo que causa se mezclan palabras y suspiros confusos pero sugestivos, que los gnomos vierten en ellas, para seducir a los ingenuos y avariciosos que los escuchan, prometiéndoles riquezas que terminan por ser su perdición.
Ellos, y no otros, son los que aúllan a coro con los lobos, empujan inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los picos más altos, arrollando todo lo que encuentran en su camino, y los que bailan y corren como llamas azules, rojas y amarillas, sobre la superficie de los pantanos.
Entre estos espíritus diabólicos que, arrojados de los llanos y los lugares poblados por los exorcismos de la Iglesia, se refugiaron en las cuevas más altas, los hay de diversas familias y, como tales, se aparecen ante nosotros con formas y tamaños diferentes. Sin embargo, los más detestables y malévolos de todos ellos, los que se insinúan con frases seductoras, conquistando el corazón de las jóvenes son, sin duda alguna, los gnomos. Estas pérfidas criaturas viven en las entrañas de los montes, conocen a la perfección sus cuevas y senderos interiores, y cuidan celosamente los tesoros que las rocas encierran en su seno, entre los que pueden contarse las vetas auríferas, los yacimientos de metales preciosos y los innumerables depósitos de piedras preciosas.
Según cuenta un antiguo relato de esta región de la Serra da Cova da Serpe un joven pastor, tratando de recuperar a una de sus ovejas extraviadas, penetró en uno de esos antros, horrorosos y magníficos a la vez, con sus bocas disimuladas por espinosos matorrales y cuyo fin no fue visto nunca por hombre alguno. Cuando ingresó a la cueva, el pastor era un hombre joven, garboso y atezado, pero cuando regresó del interior de la montaña, su rostro se encontraba pálido como la muerte y su cabello había encanecido como el de un anciano. Había descubierto el secreto de los gnomos; había respirado la fétida y ponzoñosa atmósfera de sus cubiles, y pagó su atrevimiento con un envejecimiento prematuro. Pero en lo que le quedó de vida pudo referir a quien quisiera escucharlo lo que había visto, y su historia fue transmitida de padres a hijos desde incontables generaciones.
De acuerdo con lo que él mismo narró, se internó caverna adelante, hasta llegar por último a unas interminables galerías que descendían abruptamente hacia las entrañas de la tierra; estos enormes pasadizos estaban alumbrados por un fulgor misterioso y fantasmal, producido, al parecer por la fosforescencia de innumerables trozos de gemas cristalinas, de todas las formas exóticas e inverosímiles que ninguna mente humana podría haber imaginado.
El piso, las paredes y el curvo techo abovedado de los inmensos salones en que se abrían de tanto en tanto las galerías, se veían jaspeados por estrías de colores diversos, como los mármoles más finos, pero las vetas eran de oro y plata, y en ellas aparecían incrustadas infinidad de piedras preciosas entre las que podían identificarse rutilantes diamantes, rubíes rojos como la sangre, verdes esmeraldas, zafiros, topacios y muchas otras piedras desconocidas, que el pastor sólo pudo describir diciendo que sus ojos se habían encandilado al contemplarlas.
El más absoluto silencio lo acompañó durante su descenso por aquellos interminables pasadizos; ningún ruido, excepto el de sus pasos, rebotaba en sus anfractuosidades y, a intervalos irregulares, unos gemidos prolongados y lastimeros, provocados por un viento de origen desconocido que circulaba a lo largo de aquel intrincado dédalo de corredores. Escuchando con más atención, el pastor también pudo percibir el susurro de aguas corrientes que discurrían por las paredes, y el rumoreo desconcertante de un río de lava subterráneo que hervía debajo de la roca que pisaban sus pies.
El joven, solo y perdido en aquel laberinto inverosímil, caminó durante largas horas sin poder encontrar una salida, hasta que finalmente descubrió el manantial cuyo rumor había escuchado tiempo antes. Encontró el arroyuelo tras un recodo de la gruta, que brotaba de una de las paredes como una fantástica cascada de plata coronada de espuma, y corría por el piso descendente, produciendo un murmullo cristalino al acariciar sus aguas las peñas y las grietas de la roca viva. En sus márgenes crecían plantas desconocidas que el pastor, a pesar de haber vivido toda su vida en la región, no pudo siquiera identificar; algunas de ellas, que salían a través de las fisuras de las piedras, tenían una extrañas hojas anchas y carnosas, y otras, que se arraigaban dentro mismo del arroyo, eran finas y delgadas como cintas que ondulaban con los movimientos del agua.
Entre estas plantas se movían unos seres extraños que, en algunas ocasiones parecían humanos de corta estatura y gran deformidad, en otras grandes salamandras refulgentes y un momento más tarde se transformaban en efímeras llamaradas multicolores que danzaban en locas espirales sobre las plantas. En esas criaturas, el pastor identificó aterrado a los gnomos que, desplazándose por los corredores de piedra, corriendo como enanos patizambos y deformes, siseando y arrastrándose como reptiles o trepando por las paredes y corriendo sobre la superficie del agua en forma de fuegos fatuos, extraían y atesoraban sus fabulosas riquezas. Aún en medio de su terror, el joven recordó lo que las leyendas cuentan de aquellas entidades diabólicas: son ellos los que conocen los escondrijos donde los avaros entierran sus tesoros y que sus herederos luego buscan en vano; son ellos los que saben dónde los moros dejaron sus botines al ser expulsados de España; son ellos, y no otros, los que localizan y roban las alhajas y valores que se pierden y luego los ocultan en sus guaridas subterráneas, porque son los únicos que pueden transitar por aquellos corredores malsanos.
Allí, escondido entre las hojas carnosas, el pastor pudo comprobar la existencia de objetos exóticos y de costo inapreciable, entre los que podían verse copas cinceladas en oro y plata, con incrustaciones de piedras preciosas; ánforas de los mismos metales, ricamente trabajadas y colmadas de rubíes, diamantes y esmeraldas; collares y diademas de perlas y gemas, y arcenes enteros llenos de monedas con formas y caracteres imposibles de reconocer; tesoros, en definitiva, tan incalculables y fantásticos que la razón se negaba a aceptarlos. Y todas aquellas riquezas brillaban con tal intensidad, que el pastor relató que parecía que todo el aire estaba lleno de chispas de colores y que la caverna misma se encontraba en llamas, y las imágenes rielaban como a través del calor de una hoguera.
Y fue entonces cuando la codicia comenzó a disipar el miedo del pastor, quien, deslumbrado por la contemplación de tantas joyas, cada una de las cuales lo enriquecería de por vida, intentó recoger algunas de ellas, cuando, a pesar del bramido del río de lava, la profundidad de la roca, el rumor del arroyo y las risotadas de los gnomos, llegó hasta sus oídos el repique de la campana de la ermita del pueblo, llamando a los fieles a la oración de la tarde. Al oír su clamor, el pastor, que ya había sido visto por los gnomos y estaba a punto de ser alcanzado por ellos, cayó de rodillas, encomendándose a la protección de la Virgen de Cova da Serpe, patrona de la iglesia. Y así, en un abrir y cerrar de ojos, y sin saber a ciencia cierta cómo ni por qué medio, se encontró repentinamente fuera de la cueva, tirado a un costado del camino que conducía al pueblo, y aturdido como si hubiera salido de un largo sueño.
Desde entonces, los lugareños de la Serra da Cova da Serpe saben por qué la fuente del mercado trae a veces en sus aguas restos de un finísimo polvo de oro y, en ocasiones, en el murmullo que causa se mezclan palabras y suspiros confusos pero sugestivos, que los gnomos vierten en ellas, para seducir a los ingenuos y avariciosos que los escuchan, prometiéndoles riquezas que terminan por ser su perdición.
LA BELLA JANEY Y EL PRINCIPE SlTH
egún cuenta la leyenda, Lady Janet, hija de un ahora anciano rîxs de la región de Connacht, en la verde Erín, era una hermosa joven que residía con sus padres en su castillo de Drumooggy, en las márgenes del Lough Corrib. La princesa, quien a sus jóvenes 17 años aún no había conocido la embriaguez del amor, se dirigía, en una ocasión, a visitar a su hermana, que por ese entonces residía con su esposo, Señor de las Islas Remotas (Hébridas), cuando encontró junto a la fuente de Cauterhaugh a un sith que había sido malherido de un flechazo en el cuello por un malvado cazador. . Inmediatamente, la hermosa joven, que era versada en las artes de la sanación y la magia blanca, cortó y retiró el astil, y dio a beber al sith una pócima que preparó con algunas hierbas recogidas en los alrededores. Una hora más tarde, Tam Lin —que tal era el nombre del sith— se había recuperado por completo, y la princesa pudo conversar extensamente con él.
—Me has salvado la vida —dijo Tam Lin— y ahora te pertenezco. Estaré siempre cerca de ti, para satisfacer tus deseos y tus caprichos, aunque deba dar mi vida para ello. Solamente deberás hacer sonar esta campanilla —agregó, entregándole un pequeño dije en forma de campana— y de inmediato estaré junto a ti, te encuentres donde te encuentres.
—De ninguna manera deseo que mueras por mí —respondió Lady Janet—, pero agradezco tu regalo, porque nos permitirá volver a vernos; además, me permitirá recordar por siempre nuestro encuentro, aunque sin él tampoco podría olvidarlo.
Todo el resto del día y la noche pasaron juntos ambos jóvenes, y a la mañana siguiente la comitiva continuó su viaje, y Lady Janet pudo al fin completar la visita a su hermana; sin embargo, durante todo ese tiempo, la princesa se mostró ensimismada y ausente, como si su cabeza se encontrara en otro lado.
—Janet —le dijo su hermana, cuatro semanas después de su arribo y pocos días antes de su partida—; hace ya tiempo que no nos vemos, pero estoy segura de que algo está inquietando esa cabecita tuya. ¿Hay algún galán por allí que haga latir tu corazón y no te corresponda, o que no se anime a declararte su amor? —le preguntó.
—Lo siento, Mildred, pero ni siquiera yo sé exactamente lo que me pasa —respondió la princesa, y a continuación le contó todos los detalles de su episodio con el sith—. Creo que lo amo, y con él he conocido el éxtasis, pero nuestras existencias son tan dispares, que no puedo imaginarme que puedan unirse.
—Cabe una posibilidad —apuntó su hermana—; no es la primera vez que la "gente pequeña" transforma a la gente en seres como ellos, ya sea por capricho o por castigarlos por alguna acción en contra de ellos.
—¿Y cómo podría asegurarme de ello?
—Es muy simple: ¡convócalo y pregúntaselo! —la urgió su hermana Mildred.
—No me gustaría obligarlo a presentarse aquí. Haré algo mejor; volveré al lugar donde nos encontramos y lo llamaré.
Días más tarde, la princesa regresó a la fuente y allí agitó la campanilla que Tam Lin le había regalado. Al instante, el sith compareció ante ella, preguntándole:
—¿Puedo servirte en algo, princesa? Mi más ardiente deseo es hacer algo por ti, porque te amo y te amaré por siempre, pero nuestras aparentes diferencias físicas parecen separarnos en forma irrevocable.
—¿Por qué dices "aparentes"? Dime, ¿eres realmente un gnomo o un ser humano? Te lo pregunto porque estoy embarazada, y quiero saber si el padre de mi hijo es un sith o una persona. Siento que te amo, pero necesito saber qué eres.
—Janet, verdaderamente soy un ser humano; soy el príncipe heredero del reino de Carrick, pero en cierta ocasión, mientras cazábamos en compañía de unos amigos, mi caballo cayó y, repentinamente y sin saber cómo, me vi prisionero de la reina de las hadas. Ella se enamoró de mí y, como yo no le correspondía, me transformó en un sith para que, con el tiempo, adquiriera sus costumbres y la aceptara. —¡Mi adorada Janet —continuó Tam Lin, suspirando—, si tú quisieras, podrías salvar nuestro amor!
—Me has salvado la vida —dijo Tam Lin— y ahora te pertenezco. Estaré siempre cerca de ti, para satisfacer tus deseos y tus caprichos, aunque deba dar mi vida para ello. Solamente deberás hacer sonar esta campanilla —agregó, entregándole un pequeño dije en forma de campana— y de inmediato estaré junto a ti, te encuentres donde te encuentres.
—De ninguna manera deseo que mueras por mí —respondió Lady Janet—, pero agradezco tu regalo, porque nos permitirá volver a vernos; además, me permitirá recordar por siempre nuestro encuentro, aunque sin él tampoco podría olvidarlo.
Todo el resto del día y la noche pasaron juntos ambos jóvenes, y a la mañana siguiente la comitiva continuó su viaje, y Lady Janet pudo al fin completar la visita a su hermana; sin embargo, durante todo ese tiempo, la princesa se mostró ensimismada y ausente, como si su cabeza se encontrara en otro lado.
—Janet —le dijo su hermana, cuatro semanas después de su arribo y pocos días antes de su partida—; hace ya tiempo que no nos vemos, pero estoy segura de que algo está inquietando esa cabecita tuya. ¿Hay algún galán por allí que haga latir tu corazón y no te corresponda, o que no se anime a declararte su amor? —le preguntó.
—Lo siento, Mildred, pero ni siquiera yo sé exactamente lo que me pasa —respondió la princesa, y a continuación le contó todos los detalles de su episodio con el sith—. Creo que lo amo, y con él he conocido el éxtasis, pero nuestras existencias son tan dispares, que no puedo imaginarme que puedan unirse.
—Cabe una posibilidad —apuntó su hermana—; no es la primera vez que la "gente pequeña" transforma a la gente en seres como ellos, ya sea por capricho o por castigarlos por alguna acción en contra de ellos.
—¿Y cómo podría asegurarme de ello?
—Es muy simple: ¡convócalo y pregúntaselo! —la urgió su hermana Mildred.
—No me gustaría obligarlo a presentarse aquí. Haré algo mejor; volveré al lugar donde nos encontramos y lo llamaré.
Días más tarde, la princesa regresó a la fuente y allí agitó la campanilla que Tam Lin le había regalado. Al instante, el sith compareció ante ella, preguntándole:
—¿Puedo servirte en algo, princesa? Mi más ardiente deseo es hacer algo por ti, porque te amo y te amaré por siempre, pero nuestras aparentes diferencias físicas parecen separarnos en forma irrevocable.
—¿Por qué dices "aparentes"? Dime, ¿eres realmente un gnomo o un ser humano? Te lo pregunto porque estoy embarazada, y quiero saber si el padre de mi hijo es un sith o una persona. Siento que te amo, pero necesito saber qué eres.
—Janet, verdaderamente soy un ser humano; soy el príncipe heredero del reino de Carrick, pero en cierta ocasión, mientras cazábamos en compañía de unos amigos, mi caballo cayó y, repentinamente y sin saber cómo, me vi prisionero de la reina de las hadas. Ella se enamoró de mí y, como yo no le correspondía, me transformó en un sith para que, con el tiempo, adquiriera sus costumbres y la aceptara. —¡Mi adorada Janet —continuó Tam Lin, suspirando—, si tú quisieras, podrías salvar nuestro amor!
—¿Cómo podría hacerlo? ¡Sólo dime cómo y lo haré, pues ya no podría continuar viviendo sin ti!
—Mañana, en la noche de Samhain, ve al cruce de este camino con el que conduce a Derrinkee, y espera junto a la fuente de Counternaugh a que yo pase en el cortejo de la reina, montado en un caballo blanco, vestido con una armadura blanca y con el pelo cubriéndome el rostro. También llevaré un guante en la mano izquierda, y la derecha desnuda. Si puedes detener el caballo y me abrazas para ayudarme a bajar de él, quedaré libre. Sin embargo, te advierto que, mientras me sostengas en tus brazos, primero me convertiré en una salamandra, luego en una serpiente y, finalmente, en una pantera; pero, descuida, ninguno de ellos te herirá. Luego me convertiré en un hierro candente que sí te quemará la mano, y al cual deberás arrojar al agua; procura tener una manta a mano para taparme cuando salga de la fuente, para que la reina de las hadas no me reconozca.
Deseosa de recuperar a Tam Lin, Lady Janet se apostó junto a la fuente y, al día siguiente, cumplió al pie de la letra sus instrucciones. Entonces, el joven gnomo recuperó su estatura y porte original, convirtiéndose en un esbelto príncipe que, a pesar de la maldición proferida por la reina de las hadas, compartió, de allí en más, la vida de la princesa, y se convirtió, a su debido tiempo, en el Señor de Connacht, gobernando con justicia y equidad los dos reinos que habían unificado con sus esponsales.
—Mañana, en la noche de Samhain, ve al cruce de este camino con el que conduce a Derrinkee, y espera junto a la fuente de Counternaugh a que yo pase en el cortejo de la reina, montado en un caballo blanco, vestido con una armadura blanca y con el pelo cubriéndome el rostro. También llevaré un guante en la mano izquierda, y la derecha desnuda. Si puedes detener el caballo y me abrazas para ayudarme a bajar de él, quedaré libre. Sin embargo, te advierto que, mientras me sostengas en tus brazos, primero me convertiré en una salamandra, luego en una serpiente y, finalmente, en una pantera; pero, descuida, ninguno de ellos te herirá. Luego me convertiré en un hierro candente que sí te quemará la mano, y al cual deberás arrojar al agua; procura tener una manta a mano para taparme cuando salga de la fuente, para que la reina de las hadas no me reconozca.
Deseosa de recuperar a Tam Lin, Lady Janet se apostó junto a la fuente y, al día siguiente, cumplió al pie de la letra sus instrucciones. Entonces, el joven gnomo recuperó su estatura y porte original, convirtiéndose en un esbelto príncipe que, a pesar de la maldición proferida por la reina de las hadas, compartió, de allí en más, la vida de la princesa, y se convirtió, a su debido tiempo, en el Señor de Connacht, gobernando con justicia y equidad los dos reinos que habían unificado con sus esponsales.
LA TRUCHA BLANCA
DE LOUGH FEAAGH
DE LOUGH FEAAGH
abía una vez, hace ya muchísimo tiempo, una joven y hermosa doncella que vivía en un castillo, a orillas del Lough Feaagh, de la cual se dice que era la prometida del príncipe de Inchagoill, con el cual iba a desposarse el día de la fiesta de Samhain. Pero, repentinamente, el príncipe fue asesinado y arrojado al lago y, desde luego, ya no pudo cumplir con el compromiso de casamiento que hiciera a la bella Aidù, que así se llamaba la bella joven.
A causa de esta decepción, y por ser frágil y tierna de corazón, Aidù enloqueció, y pasaba el día entero llorando a su prometido, hasta que un día, sin que nadie supiera cómo, desapareció, y los aldeanos atribuyeron esa desaparición a que las ninfas de Lough Feaagh se la habían llevado a su reino subacuático, para que se reuniera con su amado.
Sin embargo, poco tiempo después, en un arroyo próximo, cuyas aguas desembocaban en ese lago, la gente comenzó a comentar la presencia de una trucha completamente blanca, como jamás había visto nadie por aquella región. Y así, año tras año, la trucha permaneció en el lago y los arroyos y ríos que desaguaban en él, hasta que ni el más viejo de los moradores pudo recordar cuándo había aparecido por primera vez.
Con el tiempo, la gente comenzó a pensar que aquella trucha debía de ser la doncella, y que las ninfas la habían transformado en pez para que aguardara el regreso del príncipe del reino del más allá, y así reunirse definitivamente con él en las profundidades del lago. Y por ello, nadie le causó jamás daño alguno a la pequeña trucha, hasta que llegaron a Inchagoill tres perversos mercenarios sajones, quienes se rieron de los habitantes del pueblo, y se burlaron de ellos por creer en la existencia de la "gente pequeña", y por pensar que ellos podían haber convertido en pez a una persona. Luego, uno de ellos, envalentonado por la bebida, juró y perjuró que pescaría a la trucha y se la comería en la cena.
Y por cierto que logró apoderarse de la trucha con una red; luego la llevó a su campamento, avivó el fuego, sobre el que puso la sartén y, cuando estuvo caliente, echó en ella al pobre pez, que aún estaba vivo.
Al caer en el aceite hirviendo, la trucha chilló como un cristiano y el maldito, aunque se sorprendió un poco, rió a más no poder. Y cuando calculó que ya estaba cocida de un lado, la dio vuelta para freiría del otro.
Y aquí llegó su primera sorpresa, porque, a pesar de haber estado un buen rato en el aceite, el costado de la trucha no mostraba signo alguno de haber pasado por el fuego. Intrigado, el mercenario pensó: "Seguramente ha pasado tanto tiempo en las frías aguas del lago, que necesita más cocción; de cualquier manera, voy a darla vuelta, y veremos qué pasa", sin imaginarse siquiera que sus verdaderos sobresaltos aún estaban por comenzar.
Cuando creyó que el segundo costado ya estaba frito, volvió a dar vuelta la trucha y hete aquí que tampoco había rastros de quemadura. "Esto ya me está resultando pesado, pero volveré a probar." Y así lo hizo, y no una sino varias veces, pero aquélla parecía no inmutarse por la acción del fuego, así que el villano decidió: "Puede ser que se haya cocido y no lo parezca; veamos". Y, tomando su cuchillo de caza, trató de cortar un pedazo de la trucha para probarlo. Pero tan pronto como la hoja hizo la primera incisión, se oyó un alarido espantoso y el pescado, que no sólo no estaba frito, sino que ni siquiera estaba muerto, saltó de la sartén al suelo, y en su lugar apareció una joven doncella, tan hermosa como el cretino no había visto jamás, vestida de blanco y con una diadema de oro sobre su frente, pero con los ojos fulgurantes por el dolor y la furia de un basilisco en su interior. Sobre su brazo podía verse el corte del cuchillo, y un reguero de sangre corría por su costado.
—¡Mira lo que has hecho, maldito! —lo increpó la dama, mostrándole el brazo—. ¿No podías dejarme tranquila, cómoda y fresca, en mi lago y en mis ríos, y no molestarme mientras espero a mi prometido?
El mercenario se estremeció como un perro mojado, balbuceando torpemente que no lo matara, e imploró abyectamente el perdón de la dama, diciéndole que no tenía ni la menor idea de que ella estaba cumpliendo una misión, porque en ese caso, ningún buen soldado como él hubiera interferido con ella.
—¡Pues esa misión es tremendamente importante para mí! —afirmó ella—, y si mi prometido llega mientras estoy ausente, y no puedo recuperarlo, te convertiré en un alevino de sapo, y me pasaré la eternidad persiguiéndote para comerte, mientras crezca la hierba o el agua corra por los arroyos.
El villano temblaba como una hoja, aterrado por verse convertido en un sapo, y suplicó piedad, pero la doncella le dijo:
—Renuncia a tus malas costumbres, maldito, o te arrepentirás cuando yo me encargue de ti; compórtate con corrección en el futuro y asiste con regularidad a los servicios religiosos. Y ahora, ¡devuélveme al río, donde me atrapaste, o te convertiré en sapo en este mismo instante!
—Pero, milady —clamó el mercenario, aterrado—, .cómo podría arrojar al río a una dama tan hermosa como tú? ¡Morirías ahogada! —Pero antes de que pudiera agregar una sola palabra, la joven se desvaneció y en el suelo apareció nuevamente la trucha blanca.
Aún aterrado por lo que había visto, el soldado tomó a la pequeña trucha y la llevó rápidamente al río, temiendo que si el prometido de la doncella llegaba en ausencia de ésta, su propia vida se vería en peligro. Pero, tan pronto como el pez tocó la superficie, las aguas se tiñeron de un rojo de sangre, hasta que la corriente lo fue diluyendo lentamente. Hasta hoy, en el costado de la trucha blanca (especie muy frecuente en los ríos de Irlanda —señal de un feliz encuentro entre Aidù y su prometido—), puede verse una mancha roja, que marca el sitio donde el mercenario intentara cortarla.
Lo cierto es que, a partir de ese día, el malvado mercenario cambió por completo sus costumbre; comenzó a asistir puntualmente a los servicios religiosos y ayunó los días de Cuaresma y para Pentecostés; pero jamás comió pescado durante esos días ni ningún otro día de su vida, porque el pescado nunca permanecía mucho tiempo en su estómago (si es que entienden lo que quiero decir).
Sea como fuere, el villano se convirtió en otro hombre, y no faltó quien dijera que, ya pasado algún tiempo, abandonó el ejército y se hizo misionero, y solía recorrer Irlanda atendiendo a los enfermos y rezando eternamente por el alma de la trucha blanca.
A causa de esta decepción, y por ser frágil y tierna de corazón, Aidù enloqueció, y pasaba el día entero llorando a su prometido, hasta que un día, sin que nadie supiera cómo, desapareció, y los aldeanos atribuyeron esa desaparición a que las ninfas de Lough Feaagh se la habían llevado a su reino subacuático, para que se reuniera con su amado.
Sin embargo, poco tiempo después, en un arroyo próximo, cuyas aguas desembocaban en ese lago, la gente comenzó a comentar la presencia de una trucha completamente blanca, como jamás había visto nadie por aquella región. Y así, año tras año, la trucha permaneció en el lago y los arroyos y ríos que desaguaban en él, hasta que ni el más viejo de los moradores pudo recordar cuándo había aparecido por primera vez.
Con el tiempo, la gente comenzó a pensar que aquella trucha debía de ser la doncella, y que las ninfas la habían transformado en pez para que aguardara el regreso del príncipe del reino del más allá, y así reunirse definitivamente con él en las profundidades del lago. Y por ello, nadie le causó jamás daño alguno a la pequeña trucha, hasta que llegaron a Inchagoill tres perversos mercenarios sajones, quienes se rieron de los habitantes del pueblo, y se burlaron de ellos por creer en la existencia de la "gente pequeña", y por pensar que ellos podían haber convertido en pez a una persona. Luego, uno de ellos, envalentonado por la bebida, juró y perjuró que pescaría a la trucha y se la comería en la cena.
Y por cierto que logró apoderarse de la trucha con una red; luego la llevó a su campamento, avivó el fuego, sobre el que puso la sartén y, cuando estuvo caliente, echó en ella al pobre pez, que aún estaba vivo.
Al caer en el aceite hirviendo, la trucha chilló como un cristiano y el maldito, aunque se sorprendió un poco, rió a más no poder. Y cuando calculó que ya estaba cocida de un lado, la dio vuelta para freiría del otro.
Y aquí llegó su primera sorpresa, porque, a pesar de haber estado un buen rato en el aceite, el costado de la trucha no mostraba signo alguno de haber pasado por el fuego. Intrigado, el mercenario pensó: "Seguramente ha pasado tanto tiempo en las frías aguas del lago, que necesita más cocción; de cualquier manera, voy a darla vuelta, y veremos qué pasa", sin imaginarse siquiera que sus verdaderos sobresaltos aún estaban por comenzar.
Cuando creyó que el segundo costado ya estaba frito, volvió a dar vuelta la trucha y hete aquí que tampoco había rastros de quemadura. "Esto ya me está resultando pesado, pero volveré a probar." Y así lo hizo, y no una sino varias veces, pero aquélla parecía no inmutarse por la acción del fuego, así que el villano decidió: "Puede ser que se haya cocido y no lo parezca; veamos". Y, tomando su cuchillo de caza, trató de cortar un pedazo de la trucha para probarlo. Pero tan pronto como la hoja hizo la primera incisión, se oyó un alarido espantoso y el pescado, que no sólo no estaba frito, sino que ni siquiera estaba muerto, saltó de la sartén al suelo, y en su lugar apareció una joven doncella, tan hermosa como el cretino no había visto jamás, vestida de blanco y con una diadema de oro sobre su frente, pero con los ojos fulgurantes por el dolor y la furia de un basilisco en su interior. Sobre su brazo podía verse el corte del cuchillo, y un reguero de sangre corría por su costado.
—¡Mira lo que has hecho, maldito! —lo increpó la dama, mostrándole el brazo—. ¿No podías dejarme tranquila, cómoda y fresca, en mi lago y en mis ríos, y no molestarme mientras espero a mi prometido?
El mercenario se estremeció como un perro mojado, balbuceando torpemente que no lo matara, e imploró abyectamente el perdón de la dama, diciéndole que no tenía ni la menor idea de que ella estaba cumpliendo una misión, porque en ese caso, ningún buen soldado como él hubiera interferido con ella.
—¡Pues esa misión es tremendamente importante para mí! —afirmó ella—, y si mi prometido llega mientras estoy ausente, y no puedo recuperarlo, te convertiré en un alevino de sapo, y me pasaré la eternidad persiguiéndote para comerte, mientras crezca la hierba o el agua corra por los arroyos.
El villano temblaba como una hoja, aterrado por verse convertido en un sapo, y suplicó piedad, pero la doncella le dijo:
—Renuncia a tus malas costumbres, maldito, o te arrepentirás cuando yo me encargue de ti; compórtate con corrección en el futuro y asiste con regularidad a los servicios religiosos. Y ahora, ¡devuélveme al río, donde me atrapaste, o te convertiré en sapo en este mismo instante!
—Pero, milady —clamó el mercenario, aterrado—, .cómo podría arrojar al río a una dama tan hermosa como tú? ¡Morirías ahogada! —Pero antes de que pudiera agregar una sola palabra, la joven se desvaneció y en el suelo apareció nuevamente la trucha blanca.
Aún aterrado por lo que había visto, el soldado tomó a la pequeña trucha y la llevó rápidamente al río, temiendo que si el prometido de la doncella llegaba en ausencia de ésta, su propia vida se vería en peligro. Pero, tan pronto como el pez tocó la superficie, las aguas se tiñeron de un rojo de sangre, hasta que la corriente lo fue diluyendo lentamente. Hasta hoy, en el costado de la trucha blanca (especie muy frecuente en los ríos de Irlanda —señal de un feliz encuentro entre Aidù y su prometido—), puede verse una mancha roja, que marca el sitio donde el mercenario intentara cortarla.
Lo cierto es que, a partir de ese día, el malvado mercenario cambió por completo sus costumbre; comenzó a asistir puntualmente a los servicios religiosos y ayunó los días de Cuaresma y para Pentecostés; pero jamás comió pescado durante esos días ni ningún otro día de su vida, porque el pescado nunca permanecía mucho tiempo en su estómago (si es que entienden lo que quiero decir).
Sea como fuere, el villano se convirtió en otro hombre, y no faltó quien dijera que, ya pasado algún tiempo, abandonó el ejército y se hizo misionero, y solía recorrer Irlanda atendiendo a los enfermos y rezando eternamente por el alma de la trucha blanca.
ELIDOR Y LOS ELFOS DE ST. DAVIS
acia mediados del siglo X, cuando Inglaterra estaba gobernada por Henry I, vivía en la región de Gales, en el condado de Carmarthenshire, un niño llamado Elidor, que estaba siendo educado para clérigo.
Todos los días concurría puntualmente —obligado por su madre, por supuesto— a la celda del monje Brock, donde aprendía sus primeras lecciones, como así también a leer y escribir. Sin embargo, Elidor era un pequeño muy haragán y perezoso, y tan pronto como le presentaban una nueva enseñanza, se le olvidaban las anteriores. Con esa actitud, consiguió exasperar al monje Brock, quien pidió ayuda al abad del monasterio que, a su vez, le respondió con un viejo axioma de los antiguos educadores, que dice: "Quien escatima una zurra, echa a perder a un niño".
Así que, cuando Elidor olvidaba una lección, sus maestros procuraban reanimar su memoria con una buena azotaina. Claro que, al principio, comenzaron usándola de vez en cuando y con delicadeza, pero el niño resultaba un hueso difícil de roer, por lo que los azotes se hicieron cada vez más frecuentes, mas dolorosos y más prolongados, hasta que Elidor, cumplidos ya los doce años de edad, decidió no soportarlos más y, esa noche, en vez de regresar al hogar, enfiló directamente hacia los bosques que rodeaban St. Davis, y se internó en la profunda espesura.
Tan pronto como hubo andado unos cientos de yardas, comprendió que se había extraviado, y anduvo vagando durante dos días completos con sus largas noches, sin otro alimento que frutos de zarzamora y bulbos de dill, que recogía con sus propias manos.
Al cabo de ese tiempo, se encontró repentinamente junto a la boca de una cueva, en la ladera de una escarpada montaña, y allí se dejó caer sobre la suave hierba, agotado y hambriento. De pronto, de la entrada de la gruta surgieron dos hombrecillos diminutos, que se dirigieron a él en estos términos:
—¡Hola, humano! Ven con nosotros y te conduciremos a la Tierra de los Elfos, donde todo es juego y diversión, y nadie conoce el aburrimiento ni la tristeza. —Y Elidor, reanimado al instante, como por arte de magia, como en realidad había sido—, se levantó cual un resorte y marchó junto a sus nuevos amigos; primero caminaron por el pasaje subterráneo, sumido en las más absolutas tinieblas, al que conducía la boca de la cueva, y luego a través de una hermosa campiña, surcada por fantásticos ríos y cascadas, a cuyos márgenes se extendían prados verdes y ondulados, tan bellos que Elidor no podía dar crédito a sus ojos. Un solo defecto pudo notar el niño en aquel paisaje: el cielo se encontraba permanentemente nublado y allí no podían verse el sol, ni la luna, ni las estrellas por la noche.
Sin detenerse, pero sin que Elidor sufriera el más mínimo cansancio, los jóvenes elfos lo condujeron ante el trono de Oberón, el rey de los elfos y otras "gentes pequeñas", quien le preguntó de dónde había venido y con qué propósito. El niño le respondió con toda sinceridad, y el rey le dijo:
—Vivirás con mi hijo, compartirás con él sus juegos y su educación, y lo servirás en todo lo que te pida—; luego agitó la mano en señal de despedida. Resultó ser que el hijo de Oberón no era otro que uno de los dos elfos que lo habían guiado hasta allí, de nombre Arrgh, con el cual Elidor había hecho muy buenas migas, por lo que no le costó nada su tarea de acompañante del hijo del rey, máxime porque éste gozaba de muchas prebendas y beneficios, que se hacían extensivas a él por ser su amigo y camarada. Así aprendió los principales trucos de los elfos, participó de todos los juegos y deportes que ellos practicaban y que eran su principal ocupación, y trabó relación con otros integrantes de la "gente pequeña", como hadas, silfos y otros "elementales", como ahora los conocemos.
Si bien los elfos eran muchos más pequeños que él, no eran enanos, pues todos sus miembros estaban perfectamente proporcionados a su cuerpo, y no eran nudosos o deformes como los de los leprechauns, por ejemplo. El pelo de la mayoría de ellos era rubio o pelirrojo, y caía sobre sus hombros, escapando de sus graciosos gorros puntiagudos de color verde, como toda su vestimenta. Como medio de transporte usaban una especie de caballos pequeños y lanudos, del tamaño de un perro collie, y no comían carne ni vegetales de ningún tipo, sino únicamente leche de una diminutas cabras que criaban, la cual mezclaban con miel y aromatizaban con bayas de enebro. Al principio, sus costumbres resultaban muy curiosas para Elidor, pero luego comprendió que eran perfectamente coherentes con sus mentes, que razonaban de una forma distinta de las de los humanos.
Una de sus mayores cualidades, por ejemplo, era que jamás hacían ni aceptaban promesa o juramento alguno, pero, como tampoco decían nunca una mentira, lo primero se veía completamente compensado. En sus conversaciones, se mofaban y burlaban de los seres humanos por sus luchas, sus mentiras y sus traiciones e intrigas. Otra de sus curiosidades era que, a pesar de ser tan buenos y amables, aquello no era una característica impuesta por una deidad o un Ser Superior, ya que los elfos no rendían culto a nada ni a nadie, excepto, quizás, a la Verdad, aunque no lo manifestaban en forma de ritos ni de ceremonias.
Todos los días concurría puntualmente —obligado por su madre, por supuesto— a la celda del monje Brock, donde aprendía sus primeras lecciones, como así también a leer y escribir. Sin embargo, Elidor era un pequeño muy haragán y perezoso, y tan pronto como le presentaban una nueva enseñanza, se le olvidaban las anteriores. Con esa actitud, consiguió exasperar al monje Brock, quien pidió ayuda al abad del monasterio que, a su vez, le respondió con un viejo axioma de los antiguos educadores, que dice: "Quien escatima una zurra, echa a perder a un niño".
Así que, cuando Elidor olvidaba una lección, sus maestros procuraban reanimar su memoria con una buena azotaina. Claro que, al principio, comenzaron usándola de vez en cuando y con delicadeza, pero el niño resultaba un hueso difícil de roer, por lo que los azotes se hicieron cada vez más frecuentes, mas dolorosos y más prolongados, hasta que Elidor, cumplidos ya los doce años de edad, decidió no soportarlos más y, esa noche, en vez de regresar al hogar, enfiló directamente hacia los bosques que rodeaban St. Davis, y se internó en la profunda espesura.
Tan pronto como hubo andado unos cientos de yardas, comprendió que se había extraviado, y anduvo vagando durante dos días completos con sus largas noches, sin otro alimento que frutos de zarzamora y bulbos de dill, que recogía con sus propias manos.
Al cabo de ese tiempo, se encontró repentinamente junto a la boca de una cueva, en la ladera de una escarpada montaña, y allí se dejó caer sobre la suave hierba, agotado y hambriento. De pronto, de la entrada de la gruta surgieron dos hombrecillos diminutos, que se dirigieron a él en estos términos:
—¡Hola, humano! Ven con nosotros y te conduciremos a la Tierra de los Elfos, donde todo es juego y diversión, y nadie conoce el aburrimiento ni la tristeza. —Y Elidor, reanimado al instante, como por arte de magia, como en realidad había sido—, se levantó cual un resorte y marchó junto a sus nuevos amigos; primero caminaron por el pasaje subterráneo, sumido en las más absolutas tinieblas, al que conducía la boca de la cueva, y luego a través de una hermosa campiña, surcada por fantásticos ríos y cascadas, a cuyos márgenes se extendían prados verdes y ondulados, tan bellos que Elidor no podía dar crédito a sus ojos. Un solo defecto pudo notar el niño en aquel paisaje: el cielo se encontraba permanentemente nublado y allí no podían verse el sol, ni la luna, ni las estrellas por la noche.
Sin detenerse, pero sin que Elidor sufriera el más mínimo cansancio, los jóvenes elfos lo condujeron ante el trono de Oberón, el rey de los elfos y otras "gentes pequeñas", quien le preguntó de dónde había venido y con qué propósito. El niño le respondió con toda sinceridad, y el rey le dijo:
—Vivirás con mi hijo, compartirás con él sus juegos y su educación, y lo servirás en todo lo que te pida—; luego agitó la mano en señal de despedida. Resultó ser que el hijo de Oberón no era otro que uno de los dos elfos que lo habían guiado hasta allí, de nombre Arrgh, con el cual Elidor había hecho muy buenas migas, por lo que no le costó nada su tarea de acompañante del hijo del rey, máxime porque éste gozaba de muchas prebendas y beneficios, que se hacían extensivas a él por ser su amigo y camarada. Así aprendió los principales trucos de los elfos, participó de todos los juegos y deportes que ellos practicaban y que eran su principal ocupación, y trabó relación con otros integrantes de la "gente pequeña", como hadas, silfos y otros "elementales", como ahora los conocemos.
Si bien los elfos eran muchos más pequeños que él, no eran enanos, pues todos sus miembros estaban perfectamente proporcionados a su cuerpo, y no eran nudosos o deformes como los de los leprechauns, por ejemplo. El pelo de la mayoría de ellos era rubio o pelirrojo, y caía sobre sus hombros, escapando de sus graciosos gorros puntiagudos de color verde, como toda su vestimenta. Como medio de transporte usaban una especie de caballos pequeños y lanudos, del tamaño de un perro collie, y no comían carne ni vegetales de ningún tipo, sino únicamente leche de una diminutas cabras que criaban, la cual mezclaban con miel y aromatizaban con bayas de enebro. Al principio, sus costumbres resultaban muy curiosas para Elidor, pero luego comprendió que eran perfectamente coherentes con sus mentes, que razonaban de una forma distinta de las de los humanos.
Una de sus mayores cualidades, por ejemplo, era que jamás hacían ni aceptaban promesa o juramento alguno, pero, como tampoco decían nunca una mentira, lo primero se veía completamente compensado. En sus conversaciones, se mofaban y burlaban de los seres humanos por sus luchas, sus mentiras y sus traiciones e intrigas. Otra de sus curiosidades era que, a pesar de ser tan buenos y amables, aquello no era una característica impuesta por una deidad o un Ser Superior, ya que los elfos no rendían culto a nada ni a nadie, excepto, quizás, a la Verdad, aunque no lo manifestaban en forma de ritos ni de ceremonias.
El caso es que, al cabo de un tiempo de permanecer entre ellos, Elidor comenzó a sentir añoranzas de su tierra y empezó a experimentar el deseo de encontrarse con muchachos y hombres de su propia raza y tamaño, por lo cual solicitó al rey permiso para ir a visitar a su madre, comprometiéndose a regresar en un plazo prudencial. El monarca se lo concedió, y un grupo de sus amigos elfos lo acompañó a lo largo del tenebroso pasaje subterráneo y luego a través del bosque, hasta que estuvieron cerca de la que había sido su casa antes de marcharse. ¡Imaginen la sorpresa y la alegría de la pobre mujer, al ver entrar de nuevo a su hijo, sano y salvo!
—¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho?— le preguntaba a los gritos, y él tuvo que esperar a que se tranquilizara para contarle sus andanzas en el País de los Elfos y todo lo que había aprendido junto a ellos.
Madre e hijo pasaron varios días juntos, al término de los cuales Elidor le manifestó que debía partir nuevamente, lo que casi le provoca a la mujer un ataque al corazón. Lloró y se desesperó pidiéndole que se quedara con ella, pero Elidor, quien había aprendido perfectamente los conceptos de los elfos acerca de la verdad, le dijo que había dicho al rey que volvería, y que no podía dejar de hacerlo. Así que al día siguiente partió a reunirse con los elfos que lo esperaban en la linde del bosque, no sin antes hacer jurar a su madre, según las costumbres humanas, que no diría nada a nadie de lo que allí había acontecido. De regreso, como recompensa por haber cumplido la palabra empeñada, el rey Oberón le concedió la libertad de ir a visitar a su madre cada vez que quisiera, por lo que, de allí en más, Elidor vivió en parte con sus diminutos amigos y en parte con su madre.
Sin embargo, durante el siguiente encuentro con ella, Elidor le habló de sus juegos, contándole de su habilidad para el hurling, que en el País de los Elfos se jugaba con unas pelotas amarillas de metal. Su madre, al escuchar los detalles, comprendió inmediatamente que se trataba de esferas de oro puro, y le rogó que la próxima vez que la fuera a visitar le llevara una de aquellas pelotas.
Y cuando llegó la hora de volver a casa de su madre, Elidor no esperó a que sus camaradas lo guiaran, ya que ahora conocía el camino, y lo emprendió solo; no obstante, antes de hacerlo, el muchacho, quien sin duda había perdido mucha de la codicia humana en su estancia con los elfos, se llevó consigo una de sus pelotas, como si fuera la cosa más natural del mundo. Así, recorrió el oscuro pasaje, cruzó el bosque de St. Davis y pronto estuvo a la vista de la casa de su madre. Pero al acercarse a ella, le pareció oír un repiqueteo de pequeños pies a sus espaldas y, súbitamente atemorizado, comenzó a correr hacia su hogar. Sin embargo, justo cuando estaba por alcanzar la puerta, su pie resbaló en un charco de lodo y él cayó cuan largo era, con el resultado de que la pelota saltó de su mano y se fue rodando justo a los pies de su madre; pero antes de que ésta pudiera recogerla, dos de los elfos llegaron como saetas, se apoderaron de la pelota y se alejaron con la rapidez del viento, no sin antes insultar y escupir al muchacho al pasar junto a él.
Esta vez, Elidor permaneció con su madre mucho más tiempo que en las visitas anteriores, pero con el correr de los días comenzó a echar de menos a sus amigos pequeños y sus juegos, y decidió volver con ellos. Pero, cuando llegó cerca del río, al mismo lugar cubierto de hierba donde se había dejado caer la primera vez, no pudo encontrar la boca de la cueva en la que comenzaba el pasaje subterráneo. Desesperadamente buscó y buscó durante largos años, hasta que comprendió que ya jamás podría regresar al País de los Elfos. Así que, triste y contrariado, volvió de nuevo al monasterio y, a su debido tiempo, le fueron concedidos los hábitos de monje.
Pero su estancia en la Tierra de los Elfos no había sido tan celosamente guardada por su madre como él le había pedido; en consecuencia, cada tanto venían personas a verlo, para preguntarle detalles acerca de aquella tierra misteriosa, para saber qué le había sucedido en ella, o averiguar datos sobre las costumbres de los hombrecillos de verde. Y Elidor jamás pudo hablar de aquellos días sin derramar algunas lágrimas.
Pasaron los años y, en una ocasión en que Elidor, ya anciano, recibió en el monasterio una visita de David, obispo de St. Davis, el abate le preguntó acerca de las costumbres de la "gente pequeña" y, sobre todo, el idioma en que se comunicaban entre sí (tema en que el monje ya era considerado el hombre más experto de la tierra). Elidor, de buena gana, le enseñó algunas palabras y frases; por ejemplo, que cuando pedían agua decían udo udorum, que se convertía en hapru udorum, cuando lo que solicitaban era sal. Y así el obispo, que era un hombre muy instruido, afirmó que el idioma de los elfos era probablemente un derivado de la lengua griega, ya que en este idioma udor significa "agua" y hap, "sal" —aunque, lo que el sabio obispo sin duda no advirtió es que lo más probable es que haya sido al revés, ya que la "gente pequeña" es infinitamente más antigua que el pueblo griego.
THOMAS O’CONNOLY Y LA BANSHEE
—¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho?— le preguntaba a los gritos, y él tuvo que esperar a que se tranquilizara para contarle sus andanzas en el País de los Elfos y todo lo que había aprendido junto a ellos.
Madre e hijo pasaron varios días juntos, al término de los cuales Elidor le manifestó que debía partir nuevamente, lo que casi le provoca a la mujer un ataque al corazón. Lloró y se desesperó pidiéndole que se quedara con ella, pero Elidor, quien había aprendido perfectamente los conceptos de los elfos acerca de la verdad, le dijo que había dicho al rey que volvería, y que no podía dejar de hacerlo. Así que al día siguiente partió a reunirse con los elfos que lo esperaban en la linde del bosque, no sin antes hacer jurar a su madre, según las costumbres humanas, que no diría nada a nadie de lo que allí había acontecido. De regreso, como recompensa por haber cumplido la palabra empeñada, el rey Oberón le concedió la libertad de ir a visitar a su madre cada vez que quisiera, por lo que, de allí en más, Elidor vivió en parte con sus diminutos amigos y en parte con su madre.
Sin embargo, durante el siguiente encuentro con ella, Elidor le habló de sus juegos, contándole de su habilidad para el hurling, que en el País de los Elfos se jugaba con unas pelotas amarillas de metal. Su madre, al escuchar los detalles, comprendió inmediatamente que se trataba de esferas de oro puro, y le rogó que la próxima vez que la fuera a visitar le llevara una de aquellas pelotas.
Y cuando llegó la hora de volver a casa de su madre, Elidor no esperó a que sus camaradas lo guiaran, ya que ahora conocía el camino, y lo emprendió solo; no obstante, antes de hacerlo, el muchacho, quien sin duda había perdido mucha de la codicia humana en su estancia con los elfos, se llevó consigo una de sus pelotas, como si fuera la cosa más natural del mundo. Así, recorrió el oscuro pasaje, cruzó el bosque de St. Davis y pronto estuvo a la vista de la casa de su madre. Pero al acercarse a ella, le pareció oír un repiqueteo de pequeños pies a sus espaldas y, súbitamente atemorizado, comenzó a correr hacia su hogar. Sin embargo, justo cuando estaba por alcanzar la puerta, su pie resbaló en un charco de lodo y él cayó cuan largo era, con el resultado de que la pelota saltó de su mano y se fue rodando justo a los pies de su madre; pero antes de que ésta pudiera recogerla, dos de los elfos llegaron como saetas, se apoderaron de la pelota y se alejaron con la rapidez del viento, no sin antes insultar y escupir al muchacho al pasar junto a él.
Esta vez, Elidor permaneció con su madre mucho más tiempo que en las visitas anteriores, pero con el correr de los días comenzó a echar de menos a sus amigos pequeños y sus juegos, y decidió volver con ellos. Pero, cuando llegó cerca del río, al mismo lugar cubierto de hierba donde se había dejado caer la primera vez, no pudo encontrar la boca de la cueva en la que comenzaba el pasaje subterráneo. Desesperadamente buscó y buscó durante largos años, hasta que comprendió que ya jamás podría regresar al País de los Elfos. Así que, triste y contrariado, volvió de nuevo al monasterio y, a su debido tiempo, le fueron concedidos los hábitos de monje.
Pero su estancia en la Tierra de los Elfos no había sido tan celosamente guardada por su madre como él le había pedido; en consecuencia, cada tanto venían personas a verlo, para preguntarle detalles acerca de aquella tierra misteriosa, para saber qué le había sucedido en ella, o averiguar datos sobre las costumbres de los hombrecillos de verde. Y Elidor jamás pudo hablar de aquellos días sin derramar algunas lágrimas.
Pasaron los años y, en una ocasión en que Elidor, ya anciano, recibió en el monasterio una visita de David, obispo de St. Davis, el abate le preguntó acerca de las costumbres de la "gente pequeña" y, sobre todo, el idioma en que se comunicaban entre sí (tema en que el monje ya era considerado el hombre más experto de la tierra). Elidor, de buena gana, le enseñó algunas palabras y frases; por ejemplo, que cuando pedían agua decían udo udorum, que se convertía en hapru udorum, cuando lo que solicitaban era sal. Y así el obispo, que era un hombre muy instruido, afirmó que el idioma de los elfos era probablemente un derivado de la lengua griega, ya que en este idioma udor significa "agua" y hap, "sal" —aunque, lo que el sabio obispo sin duda no advirtió es que lo más probable es que haya sido al revés, ya que la "gente pequeña" es infinitamente más antigua que el pueblo griego.
THOMAS O’CONNOLY Y LA BANSHEE
Que si he visto una banshee? Bueno, pues sí, señor, como estaba tratando de decirle, un día estaba volviendo a casa del trabajo (de casa del tal Cassidy, del cual ya le he hablado) y estaba comenzando a oscurecer. Tenía algo más de una milla —casi dos— de caminata hasta donde me estaba alojando, que era en la casa de una viudita que conocía, que se llamaba Biddy Maguire, la cual había elegido por estar cerca de mi trabajo.
Transcurría la primera semana de noviembre. La carretera que todavía me faltaba recorrer era solitaria y oscura, debido a la gran cantidad de árboles que la cubrían; a mitad de camino había un pequeño puente que uno tenía que cruzar si quería evitar los pequeños arroyos que iban a parar al Doddher. Yo me encontraba caminando por el medio de la carretera, ya que en aquellos tiempos no había sendero alguno para transeúntes, mi señor Harry, ni tampoco los hubo hasta mucho tiempo después. Pero, como le estaba diciendo, continué caminando hasta casi llegar al puente, lugar en donde la carretera se ensanchaba un tanto, y desde donde podía ver bastante bien el puente y la peculiar forma que éste tenía, como la espalda de un cerdo (se mantuvo allí por mucho tiempo, antes de ser derribado), rodeado de una niebla blanca que desplazaba su densidad en derredor y que era creada por el agua del arroyo.
Pues bien, señor Harry, aunque eran incontables las veces que había pasado yo por aquel lugar, aquella noche me pareció muy extraño, como un sitio salido de un drama. Mientras me iba acercando cada vez más al puente, comencé a sentir un viento frío que soplaba a través de mi corazón.
—Caramba, Thomas —me dije a mí mismo—, ¿eres tú aún? Y, en caso de ser tú, ¿qué demonios está pasando contigo?
Entonces, hice acopio de todos mis esfuerzos para dar los pasos que todavía me faltaban para llegar al puente. Y allí, ¡que Dios nos bendiga a todos!, vi a una anciana en la parte superior de la barbacana, sentada —según me pareció— sobre sus tobillos, completamente ensimismada, con la cabeza inclinada, denotando una profunda aflicción.
Bueno, en ese momento me dio pena la pobre criatura y pensé que yo no valía nada debido al miedo que me atenaceaba; así que, juntando valor, me acerqué y le dije:
—Este es un sitio demasiado frío para usted, señora.
Pero la pobre anciana estaba sumida en la más profunda de las penas, ya que no me prestó nada de atención, a tal punto que creí que no había oído ninguna de mis palabras, al tiempo que continuaba su movimiento de vaivén hacia adelante y atrás, y parecía que su corazón se estaba rompiendo en pedazos; en ese momento le hablé nuevamente:
—¡Oiga, señora! —le dije—, ¿podría decirme qué le pasa? Tal vez yo pueda serle de ayuda.
En el preciso instante en el que iba a poner mi mano en su hombro, me planté en seco, ya que, al mirarla más de cerca, pude ver que ya no era una anciana, del mismo modo en que tampoco era un gato viejo.
Lo que noté en forma inmediata, señor Harry, fue su cabello, que le manaba incluso por encima de los hombros y se arrastraba por el suelo hasta un metro alrededor de ella.
Fuera lo que aquello fuese, Harry, ¡eso definitivamente no era su pelo! Jamás había visto semejante cabellera en una mujer mortal, joven ni vieja, como tampoco había jamás oído hablar de algo parecido. Crecía con tanta fuerza de su cabeza como podría hacerlo de la más vigorosa de las muchachas que jamás habéis visto; pero su color era un misterio aparte.
A primera vista me pareció que era de un color grisáceo plateado, tal y como el de una vieja; pero al acercarme más a ella noté que era una especie de color rojo, aunque no sé si sería el reflejo del cielo, y emitía un fulgor como el de una seda floja. Llovía sobre sus hombros y por sobre dos muy bien proporcionados brazos en los cuales apoyaba su cabeza; podría decirse que parecía una imagen de María Magdalena.
En ese momento me di cuenta de que la capa gris y la túnica color verdoso no eran de ningún material que yo hubiera visto antes. Pero, debo decirle que todo esto sólo pude verlo durante un parpadeo, por más larga que mi narración pueda llegar a ser.
Bien, debo confesar que me asusté, ya que di un paso atrás y grité:
Transcurría la primera semana de noviembre. La carretera que todavía me faltaba recorrer era solitaria y oscura, debido a la gran cantidad de árboles que la cubrían; a mitad de camino había un pequeño puente que uno tenía que cruzar si quería evitar los pequeños arroyos que iban a parar al Doddher. Yo me encontraba caminando por el medio de la carretera, ya que en aquellos tiempos no había sendero alguno para transeúntes, mi señor Harry, ni tampoco los hubo hasta mucho tiempo después. Pero, como le estaba diciendo, continué caminando hasta casi llegar al puente, lugar en donde la carretera se ensanchaba un tanto, y desde donde podía ver bastante bien el puente y la peculiar forma que éste tenía, como la espalda de un cerdo (se mantuvo allí por mucho tiempo, antes de ser derribado), rodeado de una niebla blanca que desplazaba su densidad en derredor y que era creada por el agua del arroyo.
Pues bien, señor Harry, aunque eran incontables las veces que había pasado yo por aquel lugar, aquella noche me pareció muy extraño, como un sitio salido de un drama. Mientras me iba acercando cada vez más al puente, comencé a sentir un viento frío que soplaba a través de mi corazón.
—Caramba, Thomas —me dije a mí mismo—, ¿eres tú aún? Y, en caso de ser tú, ¿qué demonios está pasando contigo?
Entonces, hice acopio de todos mis esfuerzos para dar los pasos que todavía me faltaban para llegar al puente. Y allí, ¡que Dios nos bendiga a todos!, vi a una anciana en la parte superior de la barbacana, sentada —según me pareció— sobre sus tobillos, completamente ensimismada, con la cabeza inclinada, denotando una profunda aflicción.
Bueno, en ese momento me dio pena la pobre criatura y pensé que yo no valía nada debido al miedo que me atenaceaba; así que, juntando valor, me acerqué y le dije:
—Este es un sitio demasiado frío para usted, señora.
Pero la pobre anciana estaba sumida en la más profunda de las penas, ya que no me prestó nada de atención, a tal punto que creí que no había oído ninguna de mis palabras, al tiempo que continuaba su movimiento de vaivén hacia adelante y atrás, y parecía que su corazón se estaba rompiendo en pedazos; en ese momento le hablé nuevamente:
—¡Oiga, señora! —le dije—, ¿podría decirme qué le pasa? Tal vez yo pueda serle de ayuda.
En el preciso instante en el que iba a poner mi mano en su hombro, me planté en seco, ya que, al mirarla más de cerca, pude ver que ya no era una anciana, del mismo modo en que tampoco era un gato viejo.
Lo que noté en forma inmediata, señor Harry, fue su cabello, que le manaba incluso por encima de los hombros y se arrastraba por el suelo hasta un metro alrededor de ella.
Fuera lo que aquello fuese, Harry, ¡eso definitivamente no era su pelo! Jamás había visto semejante cabellera en una mujer mortal, joven ni vieja, como tampoco había jamás oído hablar de algo parecido. Crecía con tanta fuerza de su cabeza como podría hacerlo de la más vigorosa de las muchachas que jamás habéis visto; pero su color era un misterio aparte.
A primera vista me pareció que era de un color grisáceo plateado, tal y como el de una vieja; pero al acercarme más a ella noté que era una especie de color rojo, aunque no sé si sería el reflejo del cielo, y emitía un fulgor como el de una seda floja. Llovía sobre sus hombros y por sobre dos muy bien proporcionados brazos en los cuales apoyaba su cabeza; podría decirse que parecía una imagen de María Magdalena.
En ese momento me di cuenta de que la capa gris y la túnica color verdoso no eran de ningún material que yo hubiera visto antes. Pero, debo decirle que todo esto sólo pude verlo durante un parpadeo, por más larga que mi narración pueda llegar a ser.
Bien, debo confesar que me asusté, ya que di un paso atrás y grité:
—¡Que el gran Señor nos proteja de todos los males! —Y diciendo eso, me salvé, ya que no había aún terminado de pronunciar esa frase, cuando ella volvió su cara hacia mí. Por Dios, señor, debo decirle que aquella fue la más espeluznante aparición que yo hubiera visto jamás. ¡Si usted hubiese visto la cara de ella mientras me miraba! Le aseguro que se parecía más a la cara del demonio que hay en la pared de la capilla de St. Dennis, en Basin Street, que a la de ninguna otra mujer que haya visto en mi vida. Estaba tan pálida como un cadáver, llena de manchas, como un huevo de codorniz; y sus párpados, que parecían cosidos, sin duda por el llanto, dejaban ver, sin embargo, dos ojos de color azul-violáceo, como dos violetas, y tan fríos como el reflejo de la luna sobre un témpano de hielo. Además, su mirada parecía entre viva y muerta y provocaba un terror que helaba hasta la médula de los huesos. ¡Créame! ¡Se podría haber hecho té para una docena de personas con el sudor frío que brotó de mi cuerpo esa noche; se lo puedo jurar!
En aquellos instantes, pensé que la vida se me iba a escapar del cuerpo cuando ella se puso de pie; ¡Señor!, era tan alta como la columna de Nelson, sus ojos me miraban fijamente, sus brazos se extendían hacia mí, y... no sé... había algo que salía de ella, algo como un efluvio... que hizo que se me erizara todo el pelo del cuerpo, hasta que comencé a parecerme a un cepillo para lavar la ropa. De pronto, giró rápidamente alrededor del pilar del puente y se sumergió en las aguas del arroyo que corría debajo de él. Aquello me dio el primer indicio de lo que era.
—Bueno, Thomas —me dije a mí mismo—, creo que es hora de que huyamos de aquí. —Y, a pesar del temblor que tenía en las rodillas a causa del miedo, conseguí marcharme de allí; pero cómo logré llegar a mi casa aquella noche, sólo Dios lo sabe, pues yo no puedo ni siquiera imaginarlo. Sin embargo, creo que debo de haberme tropezado con los escalones de la entrada y golpeado contra sus piedras, y también desvanecido durante bastante tiempo porque, cuando desperté, ya era de madrugada, y lo primero que vi fue a la señora Maguire vertiendo en mi garganta una jarra de ponche, para hacerme revivir.
—¡Por Dios, señor Connolly! —repetía la mujer como un fonógrafo—. ¿Qué le ha pasado? ¿Se ha emborrachado? ¿Por qué me asusta de este modo?
—¿Estoy todavía en este mundo, o ya he pasado al más allá? —pregunté a mi vez, con un hilo de voz.
—Pues, ¿dónde va a estar, sino aquí, en mi cocina? —dijo ella, sin comprender nada.
—¡Dios sea loado! —exclamé—. Creí que ya había pasado al otro lado y me encontraba, como mínimo, en el purgatorio, por no mencionar la morada del indigno. Aunque, la verdad, no siento nada de calor, sino un frío que me cala hasta los huesos.
—Según yo lo veo, no hubiera regresado a mitad de su camino hacia alguno de esos lugares, si no hubiera sido por mí —le advirtió ella—; pero, ¿se puede saber qué diablos le ha sucedido, por el amor de Dios? ¿Es que un fantasma se ha cruzado en su camino?
—Pues, no estoy muy seguro, pero... bueno, de cualquier manera no importa demasiado lo que haya podido ver esta noche.
Poco a poco fui recuperando mis fuerzas y mi buen humor, y las emociones de la noche anterior se fueron disipando lentamente. Y así fue mi encuentro con la banshee, señor Harry.
—Sí, pero hay una cosa que me intriga sobremanera, ¿cómo supiste que se trataba, en realidad, de una banshee?
—Bueno, ¿quién no ha oído hablar sobre sus apariciones? Pero, además, sucedió algo que me lo confirmó: un tal caballero O'Neill, que quizás usted conozca, se encontraba de visita en una de las casas de la vecindad; él era uno de los integrantes de los O'Neill, una antigua familia irlandesa del condado de Armagh. Pues bien, aquella misma noche, los habitantes de la casa oyeron a la banshee gemir por los alrededores, porque había alguien más entre ellos. A la mañana siguiente el señor O'Neill fue encontrado muerto en su cama. Así que, si no fue la banshee, ¿qué otra cosa diría usted que pudo haber estado rondando por allí esa noche?
EL HIJO DEL REY DE ERIN
Y EL REY DE LOS SILFOS
En aquellos instantes, pensé que la vida se me iba a escapar del cuerpo cuando ella se puso de pie; ¡Señor!, era tan alta como la columna de Nelson, sus ojos me miraban fijamente, sus brazos se extendían hacia mí, y... no sé... había algo que salía de ella, algo como un efluvio... que hizo que se me erizara todo el pelo del cuerpo, hasta que comencé a parecerme a un cepillo para lavar la ropa. De pronto, giró rápidamente alrededor del pilar del puente y se sumergió en las aguas del arroyo que corría debajo de él. Aquello me dio el primer indicio de lo que era.
—Bueno, Thomas —me dije a mí mismo—, creo que es hora de que huyamos de aquí. —Y, a pesar del temblor que tenía en las rodillas a causa del miedo, conseguí marcharme de allí; pero cómo logré llegar a mi casa aquella noche, sólo Dios lo sabe, pues yo no puedo ni siquiera imaginarlo. Sin embargo, creo que debo de haberme tropezado con los escalones de la entrada y golpeado contra sus piedras, y también desvanecido durante bastante tiempo porque, cuando desperté, ya era de madrugada, y lo primero que vi fue a la señora Maguire vertiendo en mi garganta una jarra de ponche, para hacerme revivir.
—¡Por Dios, señor Connolly! —repetía la mujer como un fonógrafo—. ¿Qué le ha pasado? ¿Se ha emborrachado? ¿Por qué me asusta de este modo?
—¿Estoy todavía en este mundo, o ya he pasado al más allá? —pregunté a mi vez, con un hilo de voz.
—Pues, ¿dónde va a estar, sino aquí, en mi cocina? —dijo ella, sin comprender nada.
—¡Dios sea loado! —exclamé—. Creí que ya había pasado al otro lado y me encontraba, como mínimo, en el purgatorio, por no mencionar la morada del indigno. Aunque, la verdad, no siento nada de calor, sino un frío que me cala hasta los huesos.
—Según yo lo veo, no hubiera regresado a mitad de su camino hacia alguno de esos lugares, si no hubiera sido por mí —le advirtió ella—; pero, ¿se puede saber qué diablos le ha sucedido, por el amor de Dios? ¿Es que un fantasma se ha cruzado en su camino?
—Pues, no estoy muy seguro, pero... bueno, de cualquier manera no importa demasiado lo que haya podido ver esta noche.
Poco a poco fui recuperando mis fuerzas y mi buen humor, y las emociones de la noche anterior se fueron disipando lentamente. Y así fue mi encuentro con la banshee, señor Harry.
—Sí, pero hay una cosa que me intriga sobremanera, ¿cómo supiste que se trataba, en realidad, de una banshee?
—Bueno, ¿quién no ha oído hablar sobre sus apariciones? Pero, además, sucedió algo que me lo confirmó: un tal caballero O'Neill, que quizás usted conozca, se encontraba de visita en una de las casas de la vecindad; él era uno de los integrantes de los O'Neill, una antigua familia irlandesa del condado de Armagh. Pues bien, aquella misma noche, los habitantes de la casa oyeron a la banshee gemir por los alrededores, porque había alguien más entre ellos. A la mañana siguiente el señor O'Neill fue encontrado muerto en su cama. Así que, si no fue la banshee, ¿qué otra cosa diría usted que pudo haber estado rondando por allí esa noche?
EL HIJO DEL REY DE ERIN
Y EL REY DE LOS SILFOS
ace ya muchísimo tiempo, tanto que no muchos lo recuerdan, regía en Erín un rey que tenía un solo hijo, pues su esposa había fallecido al dar a luz, y él le había jurado, en su lecho de muerte, que jamás volvería a casarse. Por ello, y ante el temor de sufrir otra pérdida terrible, el hombre no dejaba que Skaxlon, que tal era el nombre del muchacho, saliera del castillo, ni se alejara de su vista, tanto de día como de noche. Finalmente, cuando el joven hubo llegado a los veinte años de edad, decidió encarar a su padre de esta forma:
—Padre mío, creo que ha llegado el tiempo de que me permitas tener alguna actividad fuera de estos muros.
—Me parece bien, hijo, y como lo que necesitas es hacer ejercicio, toma este stick (palo) de hurling y esta pelota y ve a practicar al llano que hay detrás del palacio.
Un año y un día había pasado el muchacho ejercitando su juego cuando, en un momento de descanso, se le acercó un hombrecillo de cabellos grises y barba negra, y se dirigió a él, diciéndole: —Después de un año y un día de entrenamiento, supongo que habrás aprendido mucho, hijo del rey de Erín. ¿Quieres demostrarlo jugando conmigo?
—Si primero me dices quién eres y de dónde vienes, no tendré ningún inconveniente en jugar contigo —dijo Skaxlon.
—Soy Oxiûs, el rey de los silfos,2 y vengo de la Isla Verde, donde vivo con mis tres hijas.
—¿Y cuál sería el premio? —preguntó el príncipe.
—El vencedor podrá imponer un geis sobre el perdedor, para que éste le conceda lo que desee —propuso Oxiûs.
—Para ti sería muy fácil con la ayuda de tu magia, pero quizás yo no pueda satisfacer tu pedido —objetó Skaxlon.
—Pierde cuidado, que no te pediré nada que no puedas cumplir —lo tranquilizó el silfo.
Entonces los dos se pusieron a jugar hurling; debieron jugar todo el día, hasta que casi se había puesto el sol, antes que el joven lograra anotar un tanto.
—Bien, tú ganas, ¿cuál es tu deseo? —preguntó el rey de los silfos.
—Quiero que, en el transcurso de esta noche, mientras dormimos, el castillo de mi padre se convierta en el palacio más lujoso que nadie haya podido imaginar jamás, con su servidumbre, sus tesoros y todo lo que un palacio debe tener —Así será —le aseguró Oxiûs, y al día siguiente Skaxlon y su padre, que se habían acostado en sus respectivas alcobas, despertaron tendidos en lujosas camas con colchones de edredón y sábanas de raso, atendidos por cientos de sirvientes solícitos y serviciales —Pues, me alegro de haberte dado ese stick —dijo el padre cuando el su hijo terminó de contarle su encuentro del día anterior—, pero no debes abusar de tu suerte. Los silfos suelen ser amables con los humanos, pero son volubles y caprichosos, y pueden cambiar de humor de un momento a otro.
Al día siguiente, Skaxlon comenzó nuevamente sus entrenamientos. Al cabo de un año y un día reapareció el hombrecillo; jugaron durante todo el día y, justo antes de ponerse el sol, el joven volvió a marcar el tanto del triunfo.
—¿Y qué pedirás esta vez? —preguntó el hombrecillo.
—Quiero que, para mañana por la mañana, los campos de mi padre se encuentren llenos de ganado y sus caballerizas, de caballos de la mejor raza.
—Los tendrás —concedió el silfo y, al despuntar el alba, había en los prados cientos de ovejas y vacunos, vigilados por la atenta mirada de sus pastores, y las cuadras encerraban corceles de toda raza y color, cuidados por cuarenta caballerizos bajo las órdenes de un senescal.
De nuevo Skaxlon se entrenó arduamente durante un año y un día y, al cabo de ese tiempo, llegó puntualmente el hombrecillo canoso.
—Bien —dijo apenas llegado—, ya van tres años y tres días que practicas, y me has vencido dos veces en ese tiempo. Ahora jugaremos por tercera vez. —Así lo hicieron y, al caer la tarde, fue esta vez Oxiüs quien marcó el tanto del triunfo.
—Has ganado y tengo que respetar mi geis —reconoció el muchacho—, pero recuerda que yo soy solamente humano y que prometiste no pedirme cosas que no pudiera cumplir.
—No te preocupes, conozco las limitaciones humanas y no lo haré. Quiero que te presentes en mi Isla Verde dentro de exactamente un año y un día. Allí cumplirás algunos trabajos para mí y luego estarás en libertad para regresar.
—Ni siquiera sé dónde queda tu isla; ¿me darás las indicaciones para llegar?
—Encuéntrala por tus propios medios; es la primera de las tareas que te encomendaré —dijo el silfo y desapareció.
Cuando esa noche regresó a su palacio, el príncipe se encontraba abatido y acongojado y, al notarlo, su padre le preguntó:
—¿Qué sucede, hijo mío? ¿Qué te ha pasado para que llegues con esa cara apesadumbrada?
—He perdido mi tercer juego con el rey de los silfos y debo ir en busca de la Isla Verde.
—Te han impuesto un geis y lo debes cumplir. Te daré dinero para el viaje —le ofreció el rey.
Y así, Skaxlon comenzó su búsqueda de la isla de los silfos, y en su tercer día de camino llegó a la casa de un gigante, que lo atendió con gran gentileza y hospitalidad.
—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó el hombretón.
—Estoy buscando el camino hacia la Isla Verde —dijo el joven—, pues debo estar allí dentro de un año menos dos días.
—Revisaré mis notas esta noche —dijo el gigante, conduciéndolo al interior de su castillo, donde le dio de cenar y lo alojó en un cuarto enorme para él solo—; si descubro dónde está la isla, te lo haré saber por la mañana.
—¿Has encontrado la Isla Verde? —le preguntó Skaxlon al día siguiente.
—No —respondió el gigante—, pero tengo un hermano que vive a dos días de camino de aquí. Quizás él sepa algo. —Luego le enseñó el camino hacia la casa de su hermano y le dio dos panes para el viaje.
El príncipe agradeció al gigante su hospitalidad y siguió su camino hasta que, al llegar al castillo del segundo gigante, éste le salió al paso y le gritó, enfurecido:
—¿Se puede saber qué haces, invadiendo mi propiedad? ¡Voy a matarte por esto!
—Sólo vine a hacerte una pregunta; vengo de la casa de tu hermano —se defendió Skaxlon, ofreciéndole uno de los panes.
—Esto sólo pudo haber salido del horno de mi madre —reconoció el segundo gigante—. ¿Qué es lo que deseas preguntarme?
—Tu hermano me dijo que quizás supieras cómo puedo llegar a la Isla Verde.
—Trataré de descubrir en mis libros si tengo alguna información sobre ella —respondió el segundo gigante, mientras guiaba al príncipe hacia su cuarto para pasar la noche—. Si encuentro algo, mañana te lo diré.
—¿Tienes alguna novedad sobre la isla? —preguntó Skaxlon al día siguiente.
—No, pero sigue por este camino y al cabo de tres días llegarás al castillo de nuestro hermano menor. Se pondrá furioso al verte, pero no temas; dale el pan y él lo reconocerá.
El muchacho continuó su viaje hasta llegar al castillo del tercer hermano, quien se irritó mucho al verlo e intentó atacarlo; sin embargo, cuando el joven le hubo dado el pan, le dijo:
—Este pan ha sido amasado por las manos de mi madre; —y ante la pregunta del príncipe respondió—: Mañana por la mañana estaré en condiciones de decirte dónde se encuentra y la forma de llegar a ella.
—¿Me dirás ahora cómo llegar a la isla? —preguntó Skaxlon a la mañana siguiente. Y el gigante que, en realidad, era un genio del aire, le respondió:
—Ven afuera conmigo. Llamaré a todas las aves y les preguntaré dónde está la isla. Así diciendo, tomó su cuerno de caza y ambos salieron al prado que había detrás del castillo; allí, el hombretón tocó su cuerno y todos los pájaros del aire se reunieron alrededor de él.
—¿Alguno de ustedes sabe dónde está ubicada la Isla Verde?
—preguntó el gigante con voz atronadora. El silencio más absoluto respondió a su pregunta, señal de que ninguna de las aves conocía la respuesta.
—No te preocupes, aún falta un ave —dijo al príncipe—. El águila de oro todavía no ha llegado.
Volvió a tocar el cuerno y, al repetir la llamada, quince minutos después no tardaron en divisar al águila, que llegó hasta ellos tan agotada que no podía casi ni hablar.
—¿Dónde estabas cuando toqué el cuerno la primera vez?
—En la Isla Verde —respondió el ave.
—¿Y la segunda vez?
—Volaba por sobre las Montañas ígneas.
—¿Y la tercera?
—Ya me encontraba a la vista del castillo.
El gigante alimentó bien al águila y luego le preguntó:
—¿Te encuentras en condiciones de llevar a este muchacho a la Isla Verde, hoy mismo?
—No. Me encuentro demasiado débil. Necesitaré al menos dos semanas para recuperarme.
El hijo del rey de Erín estuvo de acuerdo y, durante esas tres semanas, se entrenó para poder sostenerse sobre el lomo del águila, con miras al largo viaje. Transcurridos los quince días, el águila anunció que ya estaba en condiciones de partir, y entonces el gigante ató al cuello del pájaro una bolsa de provisiones y le recomendó a Skaxlon que no dejara de alimentar al ave toda vez que ésta se lo pidiera; luego el joven subió sobre su montura, y ambos se elevaron a gran altura, hasta que el muchacho le dijo:
—Estás subiendo demasiado alto; tengo mucho miedo.
—Tengo que hacerlo, si queremos franquear las Montañas ígneas —le contestó el águila.
—Entonces, sube todo lo que necesites.
—Bueno, pero dame una porción de carne —pidió el águila de oro.
Skaxlon así lo hizo, pero, mientras cruzaban por sobre las Montañas ígneas, uno de sus volcanes lanzó una llamarada que chamuscó algunas de las plumas del águila. El príncipe sintió que su corazón se detenía, porque el ave se estaba debilitando, pero se tranquilizó cuando la alimentó nuevamente y vio que recuperaba parcialmente sus fuerzas. Finalmente, el heroico pájaro logró llegar a la Isla Verde, donde descendió suavemente a la orilla de un lago.
—Escúchame atentamente, hijo del rey de Erín —le dijo entonces el águila—, las tres hijas del rey de los silfos se bañan diariamente en este lago, y hoy no va a ser la excepción. Tienes que fijarte en la menor de ellas; te será fácil, pues es la única que luce en su brazo derecho una ajorca de plata que deberás robarle mientras se baña, porque ése es el único momento en que se la quita. Y ahora tengo que marcharme, ya que aún me espera el largo viaje de regreso.
Algo más tarde, cuando las tres sílfides se estaban vistiendo después del baño, la menor de ellas comentó con sus hermanas la falta de su brazalete, pero éstas se rieron de ella y le dijeron:
—Padre mío, creo que ha llegado el tiempo de que me permitas tener alguna actividad fuera de estos muros.
—Me parece bien, hijo, y como lo que necesitas es hacer ejercicio, toma este stick (palo) de hurling y esta pelota y ve a practicar al llano que hay detrás del palacio.
Un año y un día había pasado el muchacho ejercitando su juego cuando, en un momento de descanso, se le acercó un hombrecillo de cabellos grises y barba negra, y se dirigió a él, diciéndole: —Después de un año y un día de entrenamiento, supongo que habrás aprendido mucho, hijo del rey de Erín. ¿Quieres demostrarlo jugando conmigo?
—Si primero me dices quién eres y de dónde vienes, no tendré ningún inconveniente en jugar contigo —dijo Skaxlon.
—Soy Oxiûs, el rey de los silfos,2 y vengo de la Isla Verde, donde vivo con mis tres hijas.
—¿Y cuál sería el premio? —preguntó el príncipe.
—El vencedor podrá imponer un geis sobre el perdedor, para que éste le conceda lo que desee —propuso Oxiûs.
—Para ti sería muy fácil con la ayuda de tu magia, pero quizás yo no pueda satisfacer tu pedido —objetó Skaxlon.
—Pierde cuidado, que no te pediré nada que no puedas cumplir —lo tranquilizó el silfo.
Entonces los dos se pusieron a jugar hurling; debieron jugar todo el día, hasta que casi se había puesto el sol, antes que el joven lograra anotar un tanto.
—Bien, tú ganas, ¿cuál es tu deseo? —preguntó el rey de los silfos.
—Quiero que, en el transcurso de esta noche, mientras dormimos, el castillo de mi padre se convierta en el palacio más lujoso que nadie haya podido imaginar jamás, con su servidumbre, sus tesoros y todo lo que un palacio debe tener —Así será —le aseguró Oxiûs, y al día siguiente Skaxlon y su padre, que se habían acostado en sus respectivas alcobas, despertaron tendidos en lujosas camas con colchones de edredón y sábanas de raso, atendidos por cientos de sirvientes solícitos y serviciales —Pues, me alegro de haberte dado ese stick —dijo el padre cuando el su hijo terminó de contarle su encuentro del día anterior—, pero no debes abusar de tu suerte. Los silfos suelen ser amables con los humanos, pero son volubles y caprichosos, y pueden cambiar de humor de un momento a otro.
Al día siguiente, Skaxlon comenzó nuevamente sus entrenamientos. Al cabo de un año y un día reapareció el hombrecillo; jugaron durante todo el día y, justo antes de ponerse el sol, el joven volvió a marcar el tanto del triunfo.
—¿Y qué pedirás esta vez? —preguntó el hombrecillo.
—Quiero que, para mañana por la mañana, los campos de mi padre se encuentren llenos de ganado y sus caballerizas, de caballos de la mejor raza.
—Los tendrás —concedió el silfo y, al despuntar el alba, había en los prados cientos de ovejas y vacunos, vigilados por la atenta mirada de sus pastores, y las cuadras encerraban corceles de toda raza y color, cuidados por cuarenta caballerizos bajo las órdenes de un senescal.
De nuevo Skaxlon se entrenó arduamente durante un año y un día y, al cabo de ese tiempo, llegó puntualmente el hombrecillo canoso.
—Bien —dijo apenas llegado—, ya van tres años y tres días que practicas, y me has vencido dos veces en ese tiempo. Ahora jugaremos por tercera vez. —Así lo hicieron y, al caer la tarde, fue esta vez Oxiüs quien marcó el tanto del triunfo.
—Has ganado y tengo que respetar mi geis —reconoció el muchacho—, pero recuerda que yo soy solamente humano y que prometiste no pedirme cosas que no pudiera cumplir.
—No te preocupes, conozco las limitaciones humanas y no lo haré. Quiero que te presentes en mi Isla Verde dentro de exactamente un año y un día. Allí cumplirás algunos trabajos para mí y luego estarás en libertad para regresar.
—Ni siquiera sé dónde queda tu isla; ¿me darás las indicaciones para llegar?
—Encuéntrala por tus propios medios; es la primera de las tareas que te encomendaré —dijo el silfo y desapareció.
Cuando esa noche regresó a su palacio, el príncipe se encontraba abatido y acongojado y, al notarlo, su padre le preguntó:
—¿Qué sucede, hijo mío? ¿Qué te ha pasado para que llegues con esa cara apesadumbrada?
—He perdido mi tercer juego con el rey de los silfos y debo ir en busca de la Isla Verde.
—Te han impuesto un geis y lo debes cumplir. Te daré dinero para el viaje —le ofreció el rey.
Y así, Skaxlon comenzó su búsqueda de la isla de los silfos, y en su tercer día de camino llegó a la casa de un gigante, que lo atendió con gran gentileza y hospitalidad.
—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó el hombretón.
—Estoy buscando el camino hacia la Isla Verde —dijo el joven—, pues debo estar allí dentro de un año menos dos días.
—Revisaré mis notas esta noche —dijo el gigante, conduciéndolo al interior de su castillo, donde le dio de cenar y lo alojó en un cuarto enorme para él solo—; si descubro dónde está la isla, te lo haré saber por la mañana.
—¿Has encontrado la Isla Verde? —le preguntó Skaxlon al día siguiente.
—No —respondió el gigante—, pero tengo un hermano que vive a dos días de camino de aquí. Quizás él sepa algo. —Luego le enseñó el camino hacia la casa de su hermano y le dio dos panes para el viaje.
El príncipe agradeció al gigante su hospitalidad y siguió su camino hasta que, al llegar al castillo del segundo gigante, éste le salió al paso y le gritó, enfurecido:
—¿Se puede saber qué haces, invadiendo mi propiedad? ¡Voy a matarte por esto!
—Sólo vine a hacerte una pregunta; vengo de la casa de tu hermano —se defendió Skaxlon, ofreciéndole uno de los panes.
—Esto sólo pudo haber salido del horno de mi madre —reconoció el segundo gigante—. ¿Qué es lo que deseas preguntarme?
—Tu hermano me dijo que quizás supieras cómo puedo llegar a la Isla Verde.
—Trataré de descubrir en mis libros si tengo alguna información sobre ella —respondió el segundo gigante, mientras guiaba al príncipe hacia su cuarto para pasar la noche—. Si encuentro algo, mañana te lo diré.
—¿Tienes alguna novedad sobre la isla? —preguntó Skaxlon al día siguiente.
—No, pero sigue por este camino y al cabo de tres días llegarás al castillo de nuestro hermano menor. Se pondrá furioso al verte, pero no temas; dale el pan y él lo reconocerá.
El muchacho continuó su viaje hasta llegar al castillo del tercer hermano, quien se irritó mucho al verlo e intentó atacarlo; sin embargo, cuando el joven le hubo dado el pan, le dijo:
—Este pan ha sido amasado por las manos de mi madre; —y ante la pregunta del príncipe respondió—: Mañana por la mañana estaré en condiciones de decirte dónde se encuentra y la forma de llegar a ella.
—¿Me dirás ahora cómo llegar a la isla? —preguntó Skaxlon a la mañana siguiente. Y el gigante que, en realidad, era un genio del aire, le respondió:
—Ven afuera conmigo. Llamaré a todas las aves y les preguntaré dónde está la isla. Así diciendo, tomó su cuerno de caza y ambos salieron al prado que había detrás del castillo; allí, el hombretón tocó su cuerno y todos los pájaros del aire se reunieron alrededor de él.
—¿Alguno de ustedes sabe dónde está ubicada la Isla Verde?
—preguntó el gigante con voz atronadora. El silencio más absoluto respondió a su pregunta, señal de que ninguna de las aves conocía la respuesta.
—No te preocupes, aún falta un ave —dijo al príncipe—. El águila de oro todavía no ha llegado.
Volvió a tocar el cuerno y, al repetir la llamada, quince minutos después no tardaron en divisar al águila, que llegó hasta ellos tan agotada que no podía casi ni hablar.
—¿Dónde estabas cuando toqué el cuerno la primera vez?
—En la Isla Verde —respondió el ave.
—¿Y la segunda vez?
—Volaba por sobre las Montañas ígneas.
—¿Y la tercera?
—Ya me encontraba a la vista del castillo.
El gigante alimentó bien al águila y luego le preguntó:
—¿Te encuentras en condiciones de llevar a este muchacho a la Isla Verde, hoy mismo?
—No. Me encuentro demasiado débil. Necesitaré al menos dos semanas para recuperarme.
El hijo del rey de Erín estuvo de acuerdo y, durante esas tres semanas, se entrenó para poder sostenerse sobre el lomo del águila, con miras al largo viaje. Transcurridos los quince días, el águila anunció que ya estaba en condiciones de partir, y entonces el gigante ató al cuello del pájaro una bolsa de provisiones y le recomendó a Skaxlon que no dejara de alimentar al ave toda vez que ésta se lo pidiera; luego el joven subió sobre su montura, y ambos se elevaron a gran altura, hasta que el muchacho le dijo:
—Estás subiendo demasiado alto; tengo mucho miedo.
—Tengo que hacerlo, si queremos franquear las Montañas ígneas —le contestó el águila.
—Entonces, sube todo lo que necesites.
—Bueno, pero dame una porción de carne —pidió el águila de oro.
Skaxlon así lo hizo, pero, mientras cruzaban por sobre las Montañas ígneas, uno de sus volcanes lanzó una llamarada que chamuscó algunas de las plumas del águila. El príncipe sintió que su corazón se detenía, porque el ave se estaba debilitando, pero se tranquilizó cuando la alimentó nuevamente y vio que recuperaba parcialmente sus fuerzas. Finalmente, el heroico pájaro logró llegar a la Isla Verde, donde descendió suavemente a la orilla de un lago.
—Escúchame atentamente, hijo del rey de Erín —le dijo entonces el águila—, las tres hijas del rey de los silfos se bañan diariamente en este lago, y hoy no va a ser la excepción. Tienes que fijarte en la menor de ellas; te será fácil, pues es la única que luce en su brazo derecho una ajorca de plata que deberás robarle mientras se baña, porque ése es el único momento en que se la quita. Y ahora tengo que marcharme, ya que aún me espera el largo viaje de regreso.
Algo más tarde, cuando las tres sílfides se estaban vistiendo después del baño, la menor de ellas comentó con sus hermanas la falta de su brazalete, pero éstas se rieron de ella y le dijeron:
—El único que podría haberlo robado es nuestro padre y él hoy no está en la isla. —A continuación, las dos se marcharon y dejaron a su hermana menor buscando su ajorca. Pero, tan pronto como se hubieron alejado, Skaxlon se presentó ante ella y la princesa se enamoró de él de inmediato.
—¿Quién eres y de dónde vienes? —preguntó.
—Soy el hijo del rey de Erín, y tu padre me impuso un geis, por el cual debía acudir hoy a la Isla Verde, a ponerme a sus órdenes.
—Entonces, debes venir al palacio. No debes temer nada. Espera a que yo me vaya y sígueme una hora después.
Cuando el príncipe llegó al castillo y llamó a las puertas, el propio rey salió a recibirlo y le preguntó:
—¿Eres tú, hijo del rey de Erín?
—Así es.
—Pasa —invitó el rey de los silfos—. Comerás y te alojarás en el castillo, que es más de lo que has hecho por mí cuando jugábamos en Erín, ya que allí nunca me diste ni siquiera un bocado de pan.
Luego condujo a Skaxlon a un pequeño cuartucho, que era poco menos que un calabozo; le ordenó que permaneciera allí hasta que él lo indicara y le avisó que le enviaría algo de comer. Poco tiempo después, llegó la menor de sus hijas con una jarra de agua y un trozo de pan duro, y vio que el príncipe estaba llorando.
—No dejes que el desaliento te agobie —le dijo—. Esconde esta bazofia, y más tarde te traeré parte de mi propia comida. —Así lo hizo, y él comió y esperó la llegada del rey.
—¿Te ha gustado el almuerzo que te envíe? —preguntó Oxiüs. El príncipe no contestó, y el rey continuó—: Tengo el primer trabajo para ti; prepárate porque mañana por la mañana te lo encargaré.
Esa noche Igerne, que así se llamaba la hija menor del rey, lo condujo hasta sus propios aposentos; allí conversaron largamente y luego durmieron juntos en la cama de la joven. Al alba, el muchacho volvió a su cubículo antes de que llegara el rey, quien, al aparecer por allí, le dijo:
—Allí, fuera del castillo, hay un establo que no se limpia desde hace ciento veintitrés años y, entre la basura, se encuentra un prendedor que perteneció a mi familia desde siempre. Tienes que limpiar el establo y hallar el prendedor.
El hijo del rey de Erín tomó una pala y comenzó a limpiar el establo, que tenía cuarenta ventanas al exterior; pero cuando comenzó a arrojar fuera la basura, a cada palada que sacaba, tres de ellas caían de nuevo al interior por cada una de las ventanas, de modo que, a poco de empezar, tuvo que detenerse en su trabajo, porque la basura ya le llegaba al pecho y estaba a punto de asfixiarse.
Al mediodía, la hija del rey llegó con su almuerzo, y él lloró en su regazo.
—¿Qué es lo que pasa ahora? —preguntó la joven.
—He trabajado muy duro desde el alba, pero el establo está mucho más sucio de cuando empecé a limpiarlo —se quejó él.
—Esto es cosa de mi padre; tranquilízate, yo lo limpiaré por ti.
Después de estas palabras se puso a trabajar, y por cada palada que ella daba, veintiuna salían del cobertizo por cada ventana, con lo cual pudo terminar su tarea rápidamente y encontrar el prendedor, que entregó a Skaxlon.
—Ahora voy al lago a bañarme con mis hermanas. Tú ve al castillo una hora después de que me haya marchado, y cuando mi padre te pida el prendedor, niégate a dárselo, aduciendo que tienes todo el derecho del mundo a conservar tu probabilidad, pero si te pregunta, no le digas de qué probabilidad se trata.
Así, cuando el rey le pidió la joya, el príncipe la conservó en su poder y regresó a su cuartucho; a la hora de la cena, se repitió el episodio del día anterior con el pan, el agua y la comida, y lo mismo sucedió con su ida a la alcoba de la muchacha, de donde regresó antes de que el rey viniera a buscarlo a la mañana siguiente.
—Hoy tengo otro trabajo para ti —anunció el monarca al llegar a la mazmorra.
—No hay tarea que yo no pueda hacer.
—Cerca del castillo hay un lago —dijo el monarca—. Debes vaciarlo en lo que queda del día, para encontrar un anillo de oro que mi abuela perdió allí hace setenta y ocho años.
El príncipe tomó un balde y comenzó a sacar el agua, pero a medida que lo iba desagotando, el lago se tornaba más y más profundo, de modo que, al mediodía, cuando Igerne llegó con la mitad de su propio almuerzo, el nivel del agua no había bajado una sola pulgada. Pero ella le entregó su comida y le dijo:
—No debes desanimarte ni acongojarte; siéntate en esa roca y almuerza tranquilo. —Y mientras él comía, la joven sílfide sacó su pañuelo y lo sumergió en el lago, haciendo que absorbiera las aguas y que éste se secara en un santiamén. Así, Skaxlon pudo recobrar el anillo y, una hora después de haberse separado de ella, se dirigió tranquilamente al castillo.
—¿Tienes la sortija? —preguntó el rey.
—Sí, pero no te la daré, porque debo conservar mi probabilidad —contestó el hijo del rey de Erín antes de volver a su cuarto. Al llegar la princesa con el pan y el agua, los hechos se desarrollaron tal como habían sucedido las noches anteriores, hasta el momento en que el muchacho debió volver a su mazmorra, antes de la llegada del rey.
—¿Cómo pasaste la noche? —preguntó el monarca.
—A decir verdad, de maravillas —respondió el príncipe, sin mentir en absoluto.
—Me alegro, porque me temo que el encargo de hoy es un poco más difícil que los anteriores.
—¿De qué se trata esa tarea? —preguntó intrigado el hijo del rey de Erín.
—En el bosque vecino al palacio hay un roble de una de cuyas ramas más altas cuelga una espada. Deberás hachar el árbol y bajarla para mí.
Skaxlon tomó un hacha y se dirigió al roble, pero antes de empezar su labor, ató un cordel alrededor del árbol, para ver si aumentaba de tamaño como había sucedido en las dos ocasiones anteriores. Luego comenzó a hachar el tronco pero, como había sucedido con el establo y el lago, el roble aumentaba su grosor con cada corte. El joven se sentó sobre un tronco caído y comenzó a llorar desconsoladamente, pero al mediodía llegó Igerne con su almuerzo y lo tranquilizó:
—Descuida, yo derribaré el árbol por ti. —Y con un solo corte el añoso roble cayó cuan largo era. Entonces la princesa descolgó la espada y le dijo:
—Vuelve al castillo con la espada, una hora después que me haya ido, pero recuerda: si mi padre te pide la espada, no se la entregues. Repítele que, cuando menos, debes conservar tu probabilidad.
—¿Has abatido el roble? —preguntó el rey al verlo llegar.
—Sí.
—Pues entonces, dame la espada —ordenó el monarca. Pero el príncipe le respondió en la forma acostumbrada, y Oxiüs volvió a encerrarlo en la mazmorra, pero antes de hacerlo le dijo:
—He oído decir que todos los iweronikã son excelentes narradores de cuentos. Vendrás a mi cuarto esta noche y me contarás algunos.
La hija menor del rey fue la encargada de disponer la habitación para la noche: hizo colocar una cama a cada lado de la alcoba, una para su padre y otra para Skaxlon; luego encendió una luz muy tenue, de modo que la mayor parte del cuarto quedó sumido en la oscuridad, y colocó tres hogazas de pan, que ella misma había horneado, disponiéndolas, una en la cama del joven, una en el centro del cuarto y la tercera junto a la puerta. Inmediatamente después ella y Skaxlon abandonaron el cuarto y huyeron de prisa.
Al entrar en su aposento, dispuesto a pasar una noche agradable, el monarca dijo:
—Vamos, hijo del rey de Erín. Comienza tu cuento —y, ¡oh, maravilla!: el pan que se encontraba sobre la cama del príncipe comenzó a relatar una historia tan interesante, pero tan larga, que el rey pasó gran parte de la noche escuchándola. Y cuando la hogaza hubo terminado, Oxiüs, que la había escuchado atentamente, quedó encantado con ella.
—Ha sido el cuento mejor contado que he escuchado en mi vida —reconoció—. Ahora cuéntame otro más. —Entonces, el pan que se encontraba en el centro del cuarto comenzó a narrar una leyenda bélica, con héroes que se enfrentaban en batallas interminables, y tardó tanto en hacerlo que, cuando término, ya casi había comenzado a amanecer.
—¿Sabes?, también ese cuento es muy bueno. Sin duda, creo que eres uno de los mejores bardos de Erín —lo congratuló el rey—. Ahora nárrame uno más.
—Creo que el siguiente relato sí llamará poderosamente tu atención —dijo ahora la hogaza que se encontraba junto a la puerta—, pues es una historia verídica y ha sucedido hace tan sólo unas horas: quiero decirte, rey de los silfos y de la Isla Verde, que tu hija huyó anoche con Skaxlon, el hijo del rey de Erín. Es más, ya deben de estar muy lejos de ti, y creo que deberías estar buscándolos.
El rey se levantó de un salto y, al acercarse a la cama donde creía que se encontraba el príncipe, descubrió que allí sólo había una hogaza de pan. Inmediatamente se dio cuenta de que todo aquello era una estratagema de la princesa, que había utilizado sus poderes mágicos. Entonces llamó a sus dos hijas mayores y los tres emprendieron rápidamente la persecución.
Pero Igerne sabía perfectamente que su padre no iba a quedarse cruzado de brazos ante su huida, y que él y sus otras dos hijas los perseguirían, por lo que pidió a Skaxlon que mirara hacia atrás, para ver si alguien los seguía. El joven lo hizo y dijo:
—Sólo veo a tres pájaros pequeños que vienen en esta dirección, pero se encuentran muy lejos.
—Mira otra vez —respondió ella.
—Ahora parecen tres águilas gigantescas.
—Hazlo de nuevo.
—Pues ahora se han convertido en tres montañas.
—Pues, entonces, tira el prendedor detrás de nosotros —le ordenó ella.
Skaxlon la obedeció, y toda la región se cubrió inmediatamente de enormes púas de acero, que se erguían como rectos árboles sin ramas entre ellos y el rey de los silfos y las dos princesas.
—Regresen al castillo inmediatamente —ordenó Oxiüs a sus dos hijas mayores—, y traigan el mazo más pesado que puedan encontrar en la herrería. Así lo hicieron ellas, y el rey empezó a golpear con el poderoso objeto los clavos de acero, abriéndose camino entre ellos.
Al oír el estruendo, Igerne le dijo a su compañero:
—Mira de nuevo y fíjate si los ves.
—Veo de nuevo a los pájaros pequeños.
—Mira de nuevo.
—Otra vez se han convertido en águilas.
—Mira por tercera vez.
—Ahora son nuevamente montañas.
—Pues, entonces, tira el anillo detrás de nosotros —le dijo la princesa.
Tan pronto como el muchacho tiró el anillo, toda la comarca a espaldas de ellos se transformó en un profundo lago. Oxiüs, al no poder cruzarlo, les ordenó a sus dos hijas mayores:
—Regresen a casa y tráiganme el balde más grande que encuentren.
Así lo hicieron, aunque no sin esfuerzo, y el rey pudo vaciar el lago y los tres reanudaron la persecución.
Igerne, por su parte, volvió a pedir a Skaxlon que mirara hacia atrás, y nuevamente se repitieron las preguntas de ella y las respuestas de él.
—Ahora arroja la espada —ordenó la princesa.
El hijo del rey de Erín la obedeció de nuevo y todo el país a sus espaldas se cubrió de una espesura tan densa, que nadie se habría atrevido a internarse en ella.
—Regresen al castillo y traigan el hacha que se encuentra junto a la chimenea— indicó el rey a sus hijas. Cuando regresaron con la pesada hacha, el monarca pudo desbrozar el camino, y los tres continuaron la persecución.
En ese punto de su huida, la pareja llegó a un ancho río, de más de una milla de anchura, junto a cuya orilla pudieron ver un bote, en el cual se embarcaron y remaron hacia el centro con todas sus fuerzas. Ahora bien, el rey de los silfos podía salvar hasta tres cuartos de milla de un solo salto, y esa era precisamente la distancia a que se encontraba el bote cuando Oxiüs llegó a la ribera. Desesperado como estaba por recuperar a su hija y furioso por la traición de Skaxlon, el rey intentó el salto, con tan mala suerte que cayó junto al bote, y el príncipe lo golpeó en la cabeza con el remo, matándolo instantáneamente.
Sin otras dificultades, la pareja llegó a la otra margen y siguió su camino, ahora tranquilamente y sin ninguna prisa. En el trayecto se detuvieron a visitar a los tres gigantes bondadosos y al águila de oro, que aún no se había repuesto del todo de su viaje a la Isla Verde, y finalmente llegaron a Erín donde, en el condado de Connacht, se erguía el palacio del rey de Irlanda.
—Espérame unos instantes aquí; prepararé a mi padre y luego pasaré a buscarte —pidió Skaxlon a su amada.
—Así lo haré, pero te prevengo que no debes besar a nadie, ni dejarte besar por persona alguna mientras estés ausente —le advirtió la princesa—, porque en ese caso te olvidarías inmediatamente de mí.
Entonces, el príncipe se dirigió al palacio de su padre, y no besó ni permitió que nadie lo besara, pero su viejo perro, que lo había extrañado mucho durante todo ese tiempo, se levantó sobre sus patas traseras y lamió su rostro. Como Igerne lo había anticipado, el príncipe la olvidó de inmediato y ella, al ver que no regresaba, intuyó lo que había sucedido y abrumada por la pena se internó en el bosque, sin saber qué hacer.
Al cabo de un tiempo de vagar por la espesura, encontró la casa de un herrero, junto a la cual había una fragua y una fuente con un brocal de piedra. Al aproximarse la noche, la princesa, temerosa de las alimañas del bosque, subió a uno de los árboles que se encontraban junto al pozo. Pero quiso el azar que esa noche hubiera luna llena y que la criada de la casa se acercara al brocal de la fuente en busca de agua. Y al ver en el agua el reflejo de un rostro joven y hermoso exclamó:
—¡Es una verdadera pena que, teniendo un rostro perfecto y seductor como el mío, me encuentre sirviendo en la choza de un herrero! —Y acicateada por este pensamiento erróneo, ya que no había sido su rostro el que había visto reflejado en la fuente, sino el de Igerne, arrojó el balde al suelo y se marchó rápidamente, y nunca más volvieron a verla por la región.
Pasado cierto tiempo, la esposa del herrero, temiendo que la mujer hubiera caído al pozo, o hubiera sido atacada por una fiera, salió a buscarla, se asomó a la fuente y, al ver en el agua el mismo reflejo que había visto la criada, sin darse cuenta que no era suyo ese rostro, pensó:
—¡Oh! es una verdadera lástima y una vergüenza que yo, siendo tan hermosa, sea la mujer de un herrero. —Y a continuación huyó corriendo, y su marido jamás la volvió a ver.
A continuación fue el turno del herrero de salir a buscar a las dos mujeres; se acercó al pozo, miró la superficie del agua, observó la imagen reflejada en ella y comprendió inmediatamente lo que había sucedido. Así que miró hacia la copa del árbol y, al ver a la hermosa joven que lo observaba, le ordenó:
—Baja de allí inmediatamente. Mi esposa y mi criada me han abandonado por culpa tuya, así que ahora deberás cuidar de mí y de mi casa.
Así que la hija del rey de los silfos debió marchar con el hombre a su casa, y allí cuidó de sus cosas durante un tiempo, hasta que varios días después corrió el rumor de que el príncipe de Erín iba a contraer matrimonio, y el herrero le dijo:
—Si te presentaras a palacio, quizás podrías conseguir algún trabajo durante la fiesta y ganar algún dinero.
Aunque sus propias motivaciones y propósitos eran muy distintos, la princesa se presentó en palacio, donde le dijeron que se planeaba preparar una gigantesca torta de bodas para el día de los esponsales.
—¿Puedo hornear yo esa torta? —preguntó al maese repostero.
—¿Y tú qué sabes de preparar tortas? —preguntó a su vez el hombre, exasperado por lo que creía una impertinencia de aquella criada. Pero entonces Igerne le aplicó un pequeño conjuro que había aprendido de la "gente pequeña", y el pastelero la autorizó a cocinar el pastel y hasta le enseñó dónde se encontraban los distintos ingredientes.
Así que la princesa se abocó de inmediato a la tarea y, cuando estuvo listo, lo decoró con una réplica del castillo del rey de la Isla Verde, que incluía el establo, el lago y el viejo roble, de modo que Skaxlon no pudiera dejar de verlos. Cuando la enorme torta estuvo terminada la dejó enfriar a la sombra de un nogal y luego la hizo llevar por cuatro mozos al salón; al verla, todos comentaron: "Esta torta no pudo haber sido preparada por el viejo borracho del maese pastelero; debe de haber contratado a alguien de afuera". Al preguntarle al jefe de cocina, éste explicó que la torta la había preparado y decorado una joven, y que no había pedido remuneración alguna por ella.
—Tráiganla inmediatamente a mi presencia —ordenó el rey al enterarse. —De inmediato, la princesa subió al salón del trono y se le permitió quedarse junto a los invitados. Más tarde, cuando según las antiguas costumbres de Erín, los bardos comenzaron a narrar y entonar viejas crónicas de guerra y lances amorosos, el monarca preguntó a la joven:
—¿Te animarías a contarnos una hermosa historia de amor?
—No sé ninguna, pero si me das tu anuencia, puedo mostrarles a todos un truco de magia blanca.
—Por supuesto que te la doy —contestó el rey —e, inmediatamente, Igerne arrojó al suelo dos granos de trigo, de los cuales surgieron un gallo y una gallina. A continuación tiró otro grano, que no se convirtió en nada, sino que fue atrapado por la gallina, pero el gallo se lo arrebató.
—Si me hubieras tratado tan mal el día en que tuve que ayudarte a limpiar el establo, todavía estarías allí, enterrado entre la basura —dijo la gallina.
Luego, la sílfide dejó caer otro grano y la gallina lo picoteó, pero el gallo volvió a quitárselo.
—Seguro que no me hubieras hecho esto el día en que llorabas por no poder vaciar el lago buscando el anillo, y yo tuve que hacerlo por ti— volvió decir enojada la gallina.
Igerne arrojó un tercer grano con el mismo resultado, y la gallina exclamó:
—Tampoco me hubieras maltratado el día en que tuve que hachar el gran roble en lugar tuyo, para recobrar la espada de mi padre, ni cuando horneé las tres hogazas mágicas que nos permitieron huir.
Al oír las palabras de la gallina, el príncipe recobró de inmediato sus recuerdos y reconoció a la joven que había sido su primer amor. Al hacerlo, la tomó de la mano, se volvió hacia su padre y le dijo con un tono de voz firme y decidido:
—Padre mío, lamento contrariar tu decisión, pero ésta es la mujer a quien amo, y no aceptaré a ninguna otra por esposa.
Y así, el hijo del rey de Erín desposó a la sílfide, hija del rey de Isla Verde y de los silfos. En el transcurso del tiempo, los felices esposos tuvieron cuatro hijos, que heredaron la gallardía de su padre y la belleza y los poderes mágicos de su madre. Algunos años después, el padre de Skaxlon murió y el príncipe ocupó su trono, desde el cual rigió los destinos de Erín durante muchos y felices años.
—¿Quién eres y de dónde vienes? —preguntó.
—Soy el hijo del rey de Erín, y tu padre me impuso un geis, por el cual debía acudir hoy a la Isla Verde, a ponerme a sus órdenes.
—Entonces, debes venir al palacio. No debes temer nada. Espera a que yo me vaya y sígueme una hora después.
Cuando el príncipe llegó al castillo y llamó a las puertas, el propio rey salió a recibirlo y le preguntó:
—¿Eres tú, hijo del rey de Erín?
—Así es.
—Pasa —invitó el rey de los silfos—. Comerás y te alojarás en el castillo, que es más de lo que has hecho por mí cuando jugábamos en Erín, ya que allí nunca me diste ni siquiera un bocado de pan.
Luego condujo a Skaxlon a un pequeño cuartucho, que era poco menos que un calabozo; le ordenó que permaneciera allí hasta que él lo indicara y le avisó que le enviaría algo de comer. Poco tiempo después, llegó la menor de sus hijas con una jarra de agua y un trozo de pan duro, y vio que el príncipe estaba llorando.
—No dejes que el desaliento te agobie —le dijo—. Esconde esta bazofia, y más tarde te traeré parte de mi propia comida. —Así lo hizo, y él comió y esperó la llegada del rey.
—¿Te ha gustado el almuerzo que te envíe? —preguntó Oxiüs. El príncipe no contestó, y el rey continuó—: Tengo el primer trabajo para ti; prepárate porque mañana por la mañana te lo encargaré.
Esa noche Igerne, que así se llamaba la hija menor del rey, lo condujo hasta sus propios aposentos; allí conversaron largamente y luego durmieron juntos en la cama de la joven. Al alba, el muchacho volvió a su cubículo antes de que llegara el rey, quien, al aparecer por allí, le dijo:
—Allí, fuera del castillo, hay un establo que no se limpia desde hace ciento veintitrés años y, entre la basura, se encuentra un prendedor que perteneció a mi familia desde siempre. Tienes que limpiar el establo y hallar el prendedor.
El hijo del rey de Erín tomó una pala y comenzó a limpiar el establo, que tenía cuarenta ventanas al exterior; pero cuando comenzó a arrojar fuera la basura, a cada palada que sacaba, tres de ellas caían de nuevo al interior por cada una de las ventanas, de modo que, a poco de empezar, tuvo que detenerse en su trabajo, porque la basura ya le llegaba al pecho y estaba a punto de asfixiarse.
Al mediodía, la hija del rey llegó con su almuerzo, y él lloró en su regazo.
—¿Qué es lo que pasa ahora? —preguntó la joven.
—He trabajado muy duro desde el alba, pero el establo está mucho más sucio de cuando empecé a limpiarlo —se quejó él.
—Esto es cosa de mi padre; tranquilízate, yo lo limpiaré por ti.
Después de estas palabras se puso a trabajar, y por cada palada que ella daba, veintiuna salían del cobertizo por cada ventana, con lo cual pudo terminar su tarea rápidamente y encontrar el prendedor, que entregó a Skaxlon.
—Ahora voy al lago a bañarme con mis hermanas. Tú ve al castillo una hora después de que me haya marchado, y cuando mi padre te pida el prendedor, niégate a dárselo, aduciendo que tienes todo el derecho del mundo a conservar tu probabilidad, pero si te pregunta, no le digas de qué probabilidad se trata.
Así, cuando el rey le pidió la joya, el príncipe la conservó en su poder y regresó a su cuartucho; a la hora de la cena, se repitió el episodio del día anterior con el pan, el agua y la comida, y lo mismo sucedió con su ida a la alcoba de la muchacha, de donde regresó antes de que el rey viniera a buscarlo a la mañana siguiente.
—Hoy tengo otro trabajo para ti —anunció el monarca al llegar a la mazmorra.
—No hay tarea que yo no pueda hacer.
—Cerca del castillo hay un lago —dijo el monarca—. Debes vaciarlo en lo que queda del día, para encontrar un anillo de oro que mi abuela perdió allí hace setenta y ocho años.
El príncipe tomó un balde y comenzó a sacar el agua, pero a medida que lo iba desagotando, el lago se tornaba más y más profundo, de modo que, al mediodía, cuando Igerne llegó con la mitad de su propio almuerzo, el nivel del agua no había bajado una sola pulgada. Pero ella le entregó su comida y le dijo:
—No debes desanimarte ni acongojarte; siéntate en esa roca y almuerza tranquilo. —Y mientras él comía, la joven sílfide sacó su pañuelo y lo sumergió en el lago, haciendo que absorbiera las aguas y que éste se secara en un santiamén. Así, Skaxlon pudo recobrar el anillo y, una hora después de haberse separado de ella, se dirigió tranquilamente al castillo.
—¿Tienes la sortija? —preguntó el rey.
—Sí, pero no te la daré, porque debo conservar mi probabilidad —contestó el hijo del rey de Erín antes de volver a su cuarto. Al llegar la princesa con el pan y el agua, los hechos se desarrollaron tal como habían sucedido las noches anteriores, hasta el momento en que el muchacho debió volver a su mazmorra, antes de la llegada del rey.
—¿Cómo pasaste la noche? —preguntó el monarca.
—A decir verdad, de maravillas —respondió el príncipe, sin mentir en absoluto.
—Me alegro, porque me temo que el encargo de hoy es un poco más difícil que los anteriores.
—¿De qué se trata esa tarea? —preguntó intrigado el hijo del rey de Erín.
—En el bosque vecino al palacio hay un roble de una de cuyas ramas más altas cuelga una espada. Deberás hachar el árbol y bajarla para mí.
Skaxlon tomó un hacha y se dirigió al roble, pero antes de empezar su labor, ató un cordel alrededor del árbol, para ver si aumentaba de tamaño como había sucedido en las dos ocasiones anteriores. Luego comenzó a hachar el tronco pero, como había sucedido con el establo y el lago, el roble aumentaba su grosor con cada corte. El joven se sentó sobre un tronco caído y comenzó a llorar desconsoladamente, pero al mediodía llegó Igerne con su almuerzo y lo tranquilizó:
—Descuida, yo derribaré el árbol por ti. —Y con un solo corte el añoso roble cayó cuan largo era. Entonces la princesa descolgó la espada y le dijo:
—Vuelve al castillo con la espada, una hora después que me haya ido, pero recuerda: si mi padre te pide la espada, no se la entregues. Repítele que, cuando menos, debes conservar tu probabilidad.
—¿Has abatido el roble? —preguntó el rey al verlo llegar.
—Sí.
—Pues entonces, dame la espada —ordenó el monarca. Pero el príncipe le respondió en la forma acostumbrada, y Oxiüs volvió a encerrarlo en la mazmorra, pero antes de hacerlo le dijo:
—He oído decir que todos los iweronikã son excelentes narradores de cuentos. Vendrás a mi cuarto esta noche y me contarás algunos.
La hija menor del rey fue la encargada de disponer la habitación para la noche: hizo colocar una cama a cada lado de la alcoba, una para su padre y otra para Skaxlon; luego encendió una luz muy tenue, de modo que la mayor parte del cuarto quedó sumido en la oscuridad, y colocó tres hogazas de pan, que ella misma había horneado, disponiéndolas, una en la cama del joven, una en el centro del cuarto y la tercera junto a la puerta. Inmediatamente después ella y Skaxlon abandonaron el cuarto y huyeron de prisa.
Al entrar en su aposento, dispuesto a pasar una noche agradable, el monarca dijo:
—Vamos, hijo del rey de Erín. Comienza tu cuento —y, ¡oh, maravilla!: el pan que se encontraba sobre la cama del príncipe comenzó a relatar una historia tan interesante, pero tan larga, que el rey pasó gran parte de la noche escuchándola. Y cuando la hogaza hubo terminado, Oxiüs, que la había escuchado atentamente, quedó encantado con ella.
—Ha sido el cuento mejor contado que he escuchado en mi vida —reconoció—. Ahora cuéntame otro más. —Entonces, el pan que se encontraba en el centro del cuarto comenzó a narrar una leyenda bélica, con héroes que se enfrentaban en batallas interminables, y tardó tanto en hacerlo que, cuando término, ya casi había comenzado a amanecer.
—¿Sabes?, también ese cuento es muy bueno. Sin duda, creo que eres uno de los mejores bardos de Erín —lo congratuló el rey—. Ahora nárrame uno más.
—Creo que el siguiente relato sí llamará poderosamente tu atención —dijo ahora la hogaza que se encontraba junto a la puerta—, pues es una historia verídica y ha sucedido hace tan sólo unas horas: quiero decirte, rey de los silfos y de la Isla Verde, que tu hija huyó anoche con Skaxlon, el hijo del rey de Erín. Es más, ya deben de estar muy lejos de ti, y creo que deberías estar buscándolos.
El rey se levantó de un salto y, al acercarse a la cama donde creía que se encontraba el príncipe, descubrió que allí sólo había una hogaza de pan. Inmediatamente se dio cuenta de que todo aquello era una estratagema de la princesa, que había utilizado sus poderes mágicos. Entonces llamó a sus dos hijas mayores y los tres emprendieron rápidamente la persecución.
Pero Igerne sabía perfectamente que su padre no iba a quedarse cruzado de brazos ante su huida, y que él y sus otras dos hijas los perseguirían, por lo que pidió a Skaxlon que mirara hacia atrás, para ver si alguien los seguía. El joven lo hizo y dijo:
—Sólo veo a tres pájaros pequeños que vienen en esta dirección, pero se encuentran muy lejos.
—Mira otra vez —respondió ella.
—Ahora parecen tres águilas gigantescas.
—Hazlo de nuevo.
—Pues ahora se han convertido en tres montañas.
—Pues, entonces, tira el prendedor detrás de nosotros —le ordenó ella.
Skaxlon la obedeció, y toda la región se cubrió inmediatamente de enormes púas de acero, que se erguían como rectos árboles sin ramas entre ellos y el rey de los silfos y las dos princesas.
—Regresen al castillo inmediatamente —ordenó Oxiüs a sus dos hijas mayores—, y traigan el mazo más pesado que puedan encontrar en la herrería. Así lo hicieron ellas, y el rey empezó a golpear con el poderoso objeto los clavos de acero, abriéndose camino entre ellos.
Al oír el estruendo, Igerne le dijo a su compañero:
—Mira de nuevo y fíjate si los ves.
—Veo de nuevo a los pájaros pequeños.
—Mira de nuevo.
—Otra vez se han convertido en águilas.
—Mira por tercera vez.
—Ahora son nuevamente montañas.
—Pues, entonces, tira el anillo detrás de nosotros —le dijo la princesa.
Tan pronto como el muchacho tiró el anillo, toda la comarca a espaldas de ellos se transformó en un profundo lago. Oxiüs, al no poder cruzarlo, les ordenó a sus dos hijas mayores:
—Regresen a casa y tráiganme el balde más grande que encuentren.
Así lo hicieron, aunque no sin esfuerzo, y el rey pudo vaciar el lago y los tres reanudaron la persecución.
Igerne, por su parte, volvió a pedir a Skaxlon que mirara hacia atrás, y nuevamente se repitieron las preguntas de ella y las respuestas de él.
—Ahora arroja la espada —ordenó la princesa.
El hijo del rey de Erín la obedeció de nuevo y todo el país a sus espaldas se cubrió de una espesura tan densa, que nadie se habría atrevido a internarse en ella.
—Regresen al castillo y traigan el hacha que se encuentra junto a la chimenea— indicó el rey a sus hijas. Cuando regresaron con la pesada hacha, el monarca pudo desbrozar el camino, y los tres continuaron la persecución.
En ese punto de su huida, la pareja llegó a un ancho río, de más de una milla de anchura, junto a cuya orilla pudieron ver un bote, en el cual se embarcaron y remaron hacia el centro con todas sus fuerzas. Ahora bien, el rey de los silfos podía salvar hasta tres cuartos de milla de un solo salto, y esa era precisamente la distancia a que se encontraba el bote cuando Oxiüs llegó a la ribera. Desesperado como estaba por recuperar a su hija y furioso por la traición de Skaxlon, el rey intentó el salto, con tan mala suerte que cayó junto al bote, y el príncipe lo golpeó en la cabeza con el remo, matándolo instantáneamente.
Sin otras dificultades, la pareja llegó a la otra margen y siguió su camino, ahora tranquilamente y sin ninguna prisa. En el trayecto se detuvieron a visitar a los tres gigantes bondadosos y al águila de oro, que aún no se había repuesto del todo de su viaje a la Isla Verde, y finalmente llegaron a Erín donde, en el condado de Connacht, se erguía el palacio del rey de Irlanda.
—Espérame unos instantes aquí; prepararé a mi padre y luego pasaré a buscarte —pidió Skaxlon a su amada.
—Así lo haré, pero te prevengo que no debes besar a nadie, ni dejarte besar por persona alguna mientras estés ausente —le advirtió la princesa—, porque en ese caso te olvidarías inmediatamente de mí.
Entonces, el príncipe se dirigió al palacio de su padre, y no besó ni permitió que nadie lo besara, pero su viejo perro, que lo había extrañado mucho durante todo ese tiempo, se levantó sobre sus patas traseras y lamió su rostro. Como Igerne lo había anticipado, el príncipe la olvidó de inmediato y ella, al ver que no regresaba, intuyó lo que había sucedido y abrumada por la pena se internó en el bosque, sin saber qué hacer.
Al cabo de un tiempo de vagar por la espesura, encontró la casa de un herrero, junto a la cual había una fragua y una fuente con un brocal de piedra. Al aproximarse la noche, la princesa, temerosa de las alimañas del bosque, subió a uno de los árboles que se encontraban junto al pozo. Pero quiso el azar que esa noche hubiera luna llena y que la criada de la casa se acercara al brocal de la fuente en busca de agua. Y al ver en el agua el reflejo de un rostro joven y hermoso exclamó:
—¡Es una verdadera pena que, teniendo un rostro perfecto y seductor como el mío, me encuentre sirviendo en la choza de un herrero! —Y acicateada por este pensamiento erróneo, ya que no había sido su rostro el que había visto reflejado en la fuente, sino el de Igerne, arrojó el balde al suelo y se marchó rápidamente, y nunca más volvieron a verla por la región.
Pasado cierto tiempo, la esposa del herrero, temiendo que la mujer hubiera caído al pozo, o hubiera sido atacada por una fiera, salió a buscarla, se asomó a la fuente y, al ver en el agua el mismo reflejo que había visto la criada, sin darse cuenta que no era suyo ese rostro, pensó:
—¡Oh! es una verdadera lástima y una vergüenza que yo, siendo tan hermosa, sea la mujer de un herrero. —Y a continuación huyó corriendo, y su marido jamás la volvió a ver.
A continuación fue el turno del herrero de salir a buscar a las dos mujeres; se acercó al pozo, miró la superficie del agua, observó la imagen reflejada en ella y comprendió inmediatamente lo que había sucedido. Así que miró hacia la copa del árbol y, al ver a la hermosa joven que lo observaba, le ordenó:
—Baja de allí inmediatamente. Mi esposa y mi criada me han abandonado por culpa tuya, así que ahora deberás cuidar de mí y de mi casa.
Así que la hija del rey de los silfos debió marchar con el hombre a su casa, y allí cuidó de sus cosas durante un tiempo, hasta que varios días después corrió el rumor de que el príncipe de Erín iba a contraer matrimonio, y el herrero le dijo:
—Si te presentaras a palacio, quizás podrías conseguir algún trabajo durante la fiesta y ganar algún dinero.
Aunque sus propias motivaciones y propósitos eran muy distintos, la princesa se presentó en palacio, donde le dijeron que se planeaba preparar una gigantesca torta de bodas para el día de los esponsales.
—¿Puedo hornear yo esa torta? —preguntó al maese repostero.
—¿Y tú qué sabes de preparar tortas? —preguntó a su vez el hombre, exasperado por lo que creía una impertinencia de aquella criada. Pero entonces Igerne le aplicó un pequeño conjuro que había aprendido de la "gente pequeña", y el pastelero la autorizó a cocinar el pastel y hasta le enseñó dónde se encontraban los distintos ingredientes.
Así que la princesa se abocó de inmediato a la tarea y, cuando estuvo listo, lo decoró con una réplica del castillo del rey de la Isla Verde, que incluía el establo, el lago y el viejo roble, de modo que Skaxlon no pudiera dejar de verlos. Cuando la enorme torta estuvo terminada la dejó enfriar a la sombra de un nogal y luego la hizo llevar por cuatro mozos al salón; al verla, todos comentaron: "Esta torta no pudo haber sido preparada por el viejo borracho del maese pastelero; debe de haber contratado a alguien de afuera". Al preguntarle al jefe de cocina, éste explicó que la torta la había preparado y decorado una joven, y que no había pedido remuneración alguna por ella.
—Tráiganla inmediatamente a mi presencia —ordenó el rey al enterarse. —De inmediato, la princesa subió al salón del trono y se le permitió quedarse junto a los invitados. Más tarde, cuando según las antiguas costumbres de Erín, los bardos comenzaron a narrar y entonar viejas crónicas de guerra y lances amorosos, el monarca preguntó a la joven:
—¿Te animarías a contarnos una hermosa historia de amor?
—No sé ninguna, pero si me das tu anuencia, puedo mostrarles a todos un truco de magia blanca.
—Por supuesto que te la doy —contestó el rey —e, inmediatamente, Igerne arrojó al suelo dos granos de trigo, de los cuales surgieron un gallo y una gallina. A continuación tiró otro grano, que no se convirtió en nada, sino que fue atrapado por la gallina, pero el gallo se lo arrebató.
—Si me hubieras tratado tan mal el día en que tuve que ayudarte a limpiar el establo, todavía estarías allí, enterrado entre la basura —dijo la gallina.
Luego, la sílfide dejó caer otro grano y la gallina lo picoteó, pero el gallo volvió a quitárselo.
—Seguro que no me hubieras hecho esto el día en que llorabas por no poder vaciar el lago buscando el anillo, y yo tuve que hacerlo por ti— volvió decir enojada la gallina.
Igerne arrojó un tercer grano con el mismo resultado, y la gallina exclamó:
—Tampoco me hubieras maltratado el día en que tuve que hachar el gran roble en lugar tuyo, para recobrar la espada de mi padre, ni cuando horneé las tres hogazas mágicas que nos permitieron huir.
Al oír las palabras de la gallina, el príncipe recobró de inmediato sus recuerdos y reconoció a la joven que había sido su primer amor. Al hacerlo, la tomó de la mano, se volvió hacia su padre y le dijo con un tono de voz firme y decidido:
—Padre mío, lamento contrariar tu decisión, pero ésta es la mujer a quien amo, y no aceptaré a ninguna otra por esposa.
Y así, el hijo del rey de Erín desposó a la sílfide, hija del rey de Isla Verde y de los silfos. En el transcurso del tiempo, los felices esposos tuvieron cuatro hijos, que heredaron la gallardía de su padre y la belleza y los poderes mágicos de su madre. Algunos años después, el padre de Skaxlon murió y el príncipe ocupó su trono, desde el cual rigió los destinos de Erín durante muchos y felices años.
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