LEYENDA DEL SOL Y LA LUNA.
Los antiguos mexicas creían que alguna vez la Luna había brillado
tanto como el Sol, pero que luego fue castigada. Ésta es la historia que contaban los viejos sobre el nacimiento del Sol y la Luna.
Antes de que hubiese día en el mundo, cuando aún era de noche, se juntaron todos los dioses en Teotihuacán, su ciudad, y se sentaron formando un círculo.
Los antiguos mexicas creían que alguna vez la Luna había brillado
tanto como el Sol, pero que luego fue castigada. Ésta es la historia que contaban los viejos sobre el nacimiento del Sol y la Luna.
Antes de que hubiese día en el mundo, cuando aún era de noche, se juntaron todos los dioses en Teotihuacán, su ciudad, y se sentaron formando un círculo.
-¿Quién se encargar de alumbrar el mundo? -preguntaron.
Entonces Tecuciztécatl, que era muy rico y muy bien vestido, se puso de pie.
-Yo tomo el cargo de alumbrar el mundo -dijo.
-¿Quién ser el otro? -preguntaron los dioses.
Pero nadie respondió, nadie quería tomar la carga. Uno a uno fueron bajando la cabeza hasta que sólo quedó el último, un dios pobre y feo, lleno de bubas y llagas, que se llamaba Nanahuatzin.
-Alumbra ti, bubosito -le dijeron.
-Así será -respondió Nanahuatzin mientras bajaba la cabeza-. Acepto sus órdenes como un gran honor.
Antes de poder convertirse en soles para alumbrar el mundo, los dos dioses tenían que hacer regalos y ofrendas. Para ello les construyeron dos gigantescos templos en forma de pirámide que aún ahora se pueden ver en Teotihuacán. Cada uno se sentó arriba de su pirámide y estuvo ahí cuatro días, sin comer ni dormir. Tecuciztécatl ofrendó plumas hermosas de color azul y rojo, pelotas de oro y espinas rojas de coral de mar. Nanahuatzin no pudo regalar nada tan hermoso: en vez de plumas ofreció yerbas atadas entre sí, ofrendó pelotas de heno en lugar de pelotas de oro y regaló espinas de maguey pintadas de rojo con su propia sangre. Mientras los dos dioses hacían penitencia, los otros prendieron una inmensa fogata en , la cumbre de otro templo.
Cuando terminó su penitencia, Nanahuatzin y Tecuciztécatl arrojaron al aire las cosas que habían ofrendado y bajaron de sus templos. Poco antes de la medianoche los otros dioses los vistieron para que se arrojaran al fuego. Tecuciztécatl se puso prendas de fina tela y un tocado de plumas; Nanahuatzin iba vestido con un maxtlatl y un tocado de papel. Era el momento esperado. Todos los dioses se sentaron alrededor de la inmensa fogata y Nanahuatzin y Tecuciztécatl se acercaron cada uno por su lado.
-Tecuciztécatl, brinca tú primero -ordenaron los dioses.
Tecuciztécatl se aproximó al fuego con paso firme, pero se detuvo cuando vio las inmensas llamas y sintió el calor abrasador. Otra vez volvió a intentarlo, pero tampoco pudo arrojarse a la fogata. Los dioses lo contemplaron en silencio hasta que hizo su cuarto intento. Entonces lo detuvieron.
-Ningún dios puede hacer más de cuatro intentos. Has perdido. ¡Qué venga Nanahuatzin!
El buboso caminó rápidamente y se arrojó al fuego sin detenerse un instante. Entonces el fuego comenzó a sonar y rechinar. En cuanto lo vio entrar a las llamas, Tecuciztécatl sintió tanta envidia que corrió tras él y se arrojó a su lado. Detrás de ellos entraron un águila y un tigre. Desde entonces esos animales tienen manchas negras en las plumas y en la piel.
Después de que Nanahuatzin y Tecuciztécatl se quemaron en el fuego, los dioses se sentaron a esperar que saliera el Sol. Cuando el cielo se iluminó de color rojo, como se ilumina al alba, los dioses se pusieron de rodillas para saludar al nuevo astro. No sabían bien por cuál rumbo había de aparecer. Unos decían que por el Norte, otros por el Sur. Sólo el dios Ehécatl, el Señor del Viento, supo que el Sol debía aparecer por el Este y se arrodilló en esa dirección.
Cuando salió el Sol, que era Nanahuatzin, se veía muy colorado, parecía que se contoneaba de una parte a la otra. Brillaba tanto que nadie lo podía mirar directamente. Pero poco después apareció la Luna, que era Tecuciztécatl, que brillaba tanto como él y tenía el mismo resplandor rojo.
Cuando los dioses vieron a los astros juntos dijeron:
-¡Oh dioses! ¿Cómo es esto? ¿Será bien que vayan ambos a la par? ¿Será bien que igualmente alumbren?
Entonces unode ellos corrió hacia la Luna y le arrojó un conejo. El conejo cayó en la cara de la Luna y apagó su brillo. Por eso la Luna ahora es menos brillante que el Sol y tiene un conejo marcado con todo y sus orejas en el centro de su rostro.
Los dioses quedaron tranquilos, pues el único Sol debía ser Nanahuatzin, que se había arrojado primero fuego. Pero ni el Sol ni la Luna se movían, los dos se habían quedado quietos en el Oriente, arriba del horizonte.
-¿Cómo podemos vivir? -se preguntaron los dioses. El Sol no se mueve y la Luna tampoco.
Entonces habló uno de ellos:
-Debemos morir todos, para hacer que el Sol pueda renacer.
En ese momento se levantó un viento horrible que mató a todos los dioses. Sólo el dios Xólotl se negó a morir y para escapar al viento se convirtió en mata de maíz pequeña y después en un maguey pequeño y en un pez que tiene pies y que vive en las lagunas, llamado ajolote.
Dicen los antiguos que ni siquiera con la muerte de los dioses se movió el Sol. Fue Ehécatl, el viento, quien hizo moverse, pues fue hasta donde estaba y lo empujó para que anduviese su camino.
Detrás del Sol comenzó a andar la Luna. Por eso no se mueven juntos, sino que se mueven en distintas direcciones.
Entonces Tecuciztécatl, que era muy rico y muy bien vestido, se puso de pie.
-Yo tomo el cargo de alumbrar el mundo -dijo.
-¿Quién ser el otro? -preguntaron los dioses.
Pero nadie respondió, nadie quería tomar la carga. Uno a uno fueron bajando la cabeza hasta que sólo quedó el último, un dios pobre y feo, lleno de bubas y llagas, que se llamaba Nanahuatzin.
-Alumbra ti, bubosito -le dijeron.
-Así será -respondió Nanahuatzin mientras bajaba la cabeza-. Acepto sus órdenes como un gran honor.
Antes de poder convertirse en soles para alumbrar el mundo, los dos dioses tenían que hacer regalos y ofrendas. Para ello les construyeron dos gigantescos templos en forma de pirámide que aún ahora se pueden ver en Teotihuacán. Cada uno se sentó arriba de su pirámide y estuvo ahí cuatro días, sin comer ni dormir. Tecuciztécatl ofrendó plumas hermosas de color azul y rojo, pelotas de oro y espinas rojas de coral de mar. Nanahuatzin no pudo regalar nada tan hermoso: en vez de plumas ofreció yerbas atadas entre sí, ofrendó pelotas de heno en lugar de pelotas de oro y regaló espinas de maguey pintadas de rojo con su propia sangre. Mientras los dos dioses hacían penitencia, los otros prendieron una inmensa fogata en , la cumbre de otro templo.
Cuando terminó su penitencia, Nanahuatzin y Tecuciztécatl arrojaron al aire las cosas que habían ofrendado y bajaron de sus templos. Poco antes de la medianoche los otros dioses los vistieron para que se arrojaran al fuego. Tecuciztécatl se puso prendas de fina tela y un tocado de plumas; Nanahuatzin iba vestido con un maxtlatl y un tocado de papel. Era el momento esperado. Todos los dioses se sentaron alrededor de la inmensa fogata y Nanahuatzin y Tecuciztécatl se acercaron cada uno por su lado.
-Tecuciztécatl, brinca tú primero -ordenaron los dioses.
Tecuciztécatl se aproximó al fuego con paso firme, pero se detuvo cuando vio las inmensas llamas y sintió el calor abrasador. Otra vez volvió a intentarlo, pero tampoco pudo arrojarse a la fogata. Los dioses lo contemplaron en silencio hasta que hizo su cuarto intento. Entonces lo detuvieron.
-Ningún dios puede hacer más de cuatro intentos. Has perdido. ¡Qué venga Nanahuatzin!
El buboso caminó rápidamente y se arrojó al fuego sin detenerse un instante. Entonces el fuego comenzó a sonar y rechinar. En cuanto lo vio entrar a las llamas, Tecuciztécatl sintió tanta envidia que corrió tras él y se arrojó a su lado. Detrás de ellos entraron un águila y un tigre. Desde entonces esos animales tienen manchas negras en las plumas y en la piel.
Después de que Nanahuatzin y Tecuciztécatl se quemaron en el fuego, los dioses se sentaron a esperar que saliera el Sol. Cuando el cielo se iluminó de color rojo, como se ilumina al alba, los dioses se pusieron de rodillas para saludar al nuevo astro. No sabían bien por cuál rumbo había de aparecer. Unos decían que por el Norte, otros por el Sur. Sólo el dios Ehécatl, el Señor del Viento, supo que el Sol debía aparecer por el Este y se arrodilló en esa dirección.
Cuando salió el Sol, que era Nanahuatzin, se veía muy colorado, parecía que se contoneaba de una parte a la otra. Brillaba tanto que nadie lo podía mirar directamente. Pero poco después apareció la Luna, que era Tecuciztécatl, que brillaba tanto como él y tenía el mismo resplandor rojo.
Cuando los dioses vieron a los astros juntos dijeron:
-¡Oh dioses! ¿Cómo es esto? ¿Será bien que vayan ambos a la par? ¿Será bien que igualmente alumbren?
Entonces unode ellos corrió hacia la Luna y le arrojó un conejo. El conejo cayó en la cara de la Luna y apagó su brillo. Por eso la Luna ahora es menos brillante que el Sol y tiene un conejo marcado con todo y sus orejas en el centro de su rostro.
Los dioses quedaron tranquilos, pues el único Sol debía ser Nanahuatzin, que se había arrojado primero fuego. Pero ni el Sol ni la Luna se movían, los dos se habían quedado quietos en el Oriente, arriba del horizonte.
-¿Cómo podemos vivir? -se preguntaron los dioses. El Sol no se mueve y la Luna tampoco.
Entonces habló uno de ellos:
-Debemos morir todos, para hacer que el Sol pueda renacer.
En ese momento se levantó un viento horrible que mató a todos los dioses. Sólo el dios Xólotl se negó a morir y para escapar al viento se convirtió en mata de maíz pequeña y después en un maguey pequeño y en un pez que tiene pies y que vive en las lagunas, llamado ajolote.
Dicen los antiguos que ni siquiera con la muerte de los dioses se movió el Sol. Fue Ehécatl, el viento, quien hizo moverse, pues fue hasta donde estaba y lo empujó para que anduviese su camino.
Detrás del Sol comenzó a andar la Luna. Por eso no se mueven juntos, sino que se mueven en distintas direcciones.
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